Fría, reposada y apreciando por separado sus ingredientes principales. Así es como podemos degustar ahora la moción de censura, que lleva ya unos días en la nevera. Hubo quienes realmente creyeron que el papel de Tamames iba a ser el de candidato a algo, pero desde el principio se sabía que era sólo la estrella invitada en un programa de variedades. Fue al Congreso, literalmente, a hablar de su libro. Sonó como un académico, un prohombre, un representante de la virtud y la inteligencia, lo cual no tiene demasiado mérito si pensamos que esa plaza es la de gente como Patxi López, Joan Baldoví o Gabriel Rufián. Mencionó a Asimov y palabras cultas como ‘ucronía’, buscando la perplejidad que permite poner al vacío de un discurso el disfraz de la complejidad y la elevación. Durante unos minutos todo parecía girar en torno al tiempo, pero por suerte no entró en el terreno de la metafísica y se quedó en lo prosaico. Lamentó que el presidente del Gobierno hubiera empleado una hora y cuarenta minutos en su primera intervención. “Asimov en ese mismo tiempo explicó no sólo la República romana, sino también el Imperio”; risas y aplausos en la bancada de la cultura. “Por qué tenemos que hablar tanto, me pregunto yo, señora presidenta… porque acaba siendo reiterativo, todo lo mismo, todo lo mismo”.
El principal inconveniente de ese celebrado ‘Quousque tandem abutere’ es que el propio orador había concedido una entrevista, un par de días antes, a Enric Juliana, y en ella se demostró algo que normalmente pasamos por alto: no es el exceso de tiempo lo que agota la paciencia, sino la repetición constante de ideas ajenas que no contienen ni un ápice de verdad. En la entrevista de preguntas y respuestas cortas, Tamames dejaba claro que su análisis sobre el estado de la nación era defectuoso: el problema, decía el sabio, no es Sánchez; “el problema es Frankenstein”. Resulta que el hombre elegido para cantarle las cuarenta al presidente se había creído el único relato esencial para Sánchez: que son los socios, y no Sánchez, los que merecen censura.
Que la moción no haya servido para echar a Sánchez era algo esperable; más difícil de entender es que toda la oposición haya sido incapaz durante la legislatura de incomodar a este Gobierno
Ésta es la primera de las ideas falsas que han acompañado al fondo de humo y espuma en que ha consistido la moción. La segunda de ellas, la más repetida, es falsa no por lo que dice, sino por lo que calla. “La moción no ha servido para nada”, insistían comentaristas y políticos antes y después del acto. Al coro de perogrulladas insípidas se sumó, cómo no, el líder de la oposición ausente, don Alberto Núñez Feijóo, sin darse cuenta de que entraba en terreno peligroso. Al fin y al cabo, si la utilidad de todo lo que se hace en política debe determinar que se haga o no, tal vez deberíamos acabar aceptando que los debates parlamentarios no son una parte esencial de la democracia. ¿Para qué sirven los numeritos de los diputados circenses, más que para explicar a quien no lo sepa qué es la vergüenza ajena? ¿Cuál es la utilidad de los discursos que apelan a la dignidad si todo se resuelve en el rápido cálculo de los intereses partidistas? En fin, ¿qué les impediría cerrar el Congreso, una vez desvelada su inutilidad casi absoluta? Nada; ya se hizo hace muy poco, con los votos favorables del principal partido de la oposición. Después el TC declaró que el cierre fue inconstitucional, pero ya daba igual. La Constitución, cuando se puso a prueba, no sirvió para proteger los derechos políticos de los españoles. Que la moción no haya servido para echar a Sánchez era algo esperable; más difícil de entender es que toda la oposición haya sido incapaz durante la legislatura de incomodar a este Gobierno de inconstitucionalidades, indultos y mamarrachadas continuas.
“La moción degrada las instituciones”, decían otros. La tercera idea. Como si en nuestras instituciones sólo habitasen los ángeles, los sabios o los justos, y no los fanáticos, los imbéciles y los malvados. Resulta que la presencia de Tamames, o la inutilidad del acto, degrada unas instituciones dirigidas por Ángela Rodríguez, Rafael Simancas o José Félix Tezanos. Quienes hoy gobiernan normalizaron hace años el escrache como institución política. Han fomentado el acoso en la universidad y la mentira con aval académico, rodearon el Congreso, siguen movilizando a mareas profesionales con carnet del partido. Han hecho del indulto un mecanismo excepcionalmente frecuente que sirve a sus intereses políticos. Han reformado leyes que castigaban a malversadores y golpistas amistosos para que puedan gozar de la merecida tranquilidad de la que los alejó el crimen. Pero tal vez nada de eso suponga una degradación tan profunda como la de observar habitualmente a Mertxe Aizpurua en el Congreso.
Aizpurua fue condenada cuando dirigía la revista Punto y Hora por apología del terrorismo. Hoy presume de que no hay “ultraderecha” en Euskal Herria
“Euskal Herria es un país antifascista con una sociedad con profundos valores democráticos, por eso la ultraderecha es inexistente en nuestro país”, escupió desde la tribuna. La presencia de la izquierda abertzale en las instituciones españolas es la mayor degradación posible. No todo el mundo lo ve así. García-Margallo, diputado del PP, decía hace poco en una entrevista que la presencia de Bildu en el Congreso es “un triunfo de la democracia”. Mikel Lezama, candidato del mismo partido a diputado general por Guipúzcoa, insistía en la misma idea. Aizpurua fue condenada cuando dirigía la revista Punto y Hora por apología del terrorismo. Hoy presume de que no hay “ultraderecha” en Euskal Herria. No la hay gracias a las acciones de los antifascistas de ETA, sus gudaris. La cuarta idea es la más deprimente: hay quienes desde las buenas intenciones sólo aciertan a responder que ellos, la izquierda abertzale, son ultraderecha.
Al final del espectáculo todo volvió a su sitio. Tamames no pasó a la historia, pero sí a la sección de Política de Amazon, con su discurso en forma de librito electrónico. “Por una España de todos: Nuestro mejor futuro”, se llama la criatura. Nuestro presente es que a Sánchez le seguirá votando leyes y presupuestos Otegi. A Otegi, Txapote; y ahora también Gallastegui, su pareja y cómplice en el asesinato. Para el futuro queda un poco menos: los presos de ETA, ya en casa, darán el último paso hasta la calle, donde serán aplaudidos y celebrados por gente como Otegi y Aizpurua.
España podría haber sido otra cosa. Nuestro futuro se decidió hace ya tiempo, y se decidió que había que dar las gracias a los peores de nosotros por haber dejado de asesinar. Evidentemente, una moción de censura no habría podido cambiar nada. Tendría que haber sido capaz de alterar la línea temporal. Una ucronía.
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