“Amar la lectura es tenerlo todo a tu alcance”. Se lo dijo el político y editor William Godwin a su hija, Mary Shelley. Lo escuché una tarde lejana en un cine de Madrid al que fui a ver la película que le dedicaron a esta chica inquieta y curiosa que acabaría pasando a la historia por ser la autora de Frankenstein. Entonces guardé aquella frase que ahora releo -pasado un tiempo- como quien rescata un caramelo de la bolsa de dulces que esconde en lo alto de un armario de la cocina a modo de tesoro. Porque sí. Porque hay mucho de cierto en aquellas palabras.
De hecho, todavía hoy me estremezco al recordar lo que sentí con un libro que leí allá por 2018 y que está estos días de actualidad porque es uno de los que ha servido de inspiración al director J.A. Bayona para rodar el film La sociedad de la nieve. Bajo el título Tenía que sobrevivir, narra en él uno de los supervivientes de aquella tragedia, Roberto Canessa, cómo el accidente y el constante roneo de la muerte inspiraron su trabajo de médico especializado en diagnosticar cardiopatías congénitas complejas a niños recién nacidos. Porque su vida “no terminó en la cordillera, sino que se disparó con ella”. Es su historia y la de los que viajaban en aquel avión, una historia ejemplar de lucha incesante por seguir respirando a pesar de tenerlo todo en contra.
“El último día en el valle verde de Los Maitenes, cuando constaté que nos habíamos salvado sentí que la vida era una brisa, y que entre la tragedia y la gloria sólo mediaba un suspiro”
Cómo es el poder de la lectura que aún me recuerdo camino al trabajo que me ocupaba por aquel entonces, sentada en el autobús y tiritando de frío al caminar, a través de aquellas líneas, junto a Canessa y a Nando Parrado por unos Andes blancos a temperaturas que ni siquiera los termómetros son capaces de registrar, sin apenas ropa, con treinta kilos menos, después de llevar semanas y semanas conviviendo con la muerte y hasta de haberla degustado a trozos. “El último día en el valle verde de Los Maitenes, cuando constaté que nos habíamos salvado sentí que la vida era una brisa, y que entre la tragedia y la gloria sólo mediaba un suspiro”. Una tragedia que demostró, una vez más, que la capacidad de continuar del ser humano no tiene límites. Cuántas existencias, cuántas como las suyas son a diario merecedoras de un óscar.
Quizá algún día descubramos también a través de un libro y aspire a una estatuilla la odisea del niño francés que esta semana se ha convertido en noticia por verse obligado a sobrevivir, sólo y sin nada, con apenas nueve años. Su madre lo abandonó en 2020 para irse junto a su nueva pareja y lo dejó en un modestísimo piso sin luz, sin calefacción, sin agua, sin comida, sin recursos de ningún tipo y sin lo más importante y necesario para subsistir, el cariño y la compañía. Y pese a los miedos que -intuyo- le abordarían al acostarse como los monstruos acechan durante las pesadillas, pese a las noches negras y densas como el ébano, pese a las preguntas sin respuesta, pese a la soledad del tamaño de un mundo que cargaría a esa edad en la que sólo libros y juguetes deberían entrar en la mochila… Pese a todo, el chico acudía diariamente a la escuela bien aseado, cumplía con los deberes y hasta era buen alumno. Su madre le hacía visitas contadas y después volvía a marcharse. Y fue quizá la esperanza de que ella se sintiera orgullosa y regresara para quedarse, la que le llevaba al pequeño a tener un “comportamiento excepcional” en palabras de la propia alcaldesa de la localidad en la que residía. Una actitud aparentemente “normal” que hizo además que, aunque algunos compañeros y personas del pueblo sospecharan algo extraño, nadie hiciera nada hasta pasado demasiado tiempo cuando un vecino dio la voz de alarma.
Jamás ha hablado mal de ella
Estallado el escándalo y descubierta la verdad, la madre fue condenada a un año y medio de prisión y al chico le buscaron una familia de acogida con la que vive desde hace meses. Y es curioso el amor desbordante que puede llegar a sentir un hijo por la misma mujer que le dio y le quitó la vida que, según cuentan sus nuevos cuidadores, jamás ha hablado mal de ella en el tiempo que lleva en su casa.
Se limitó el niño a seguir caminando mientras esperaba un regreso que jamás se produjo. Tenía que continuar, avanzar aun con todo, aun sin nada, sin nadie. “Aprendí que cuando se está en el límite de la vida y la muerte, uno no se deprime y languidece: vive o muere, claudica o embiste. Y si no se resigna y muere, es porque algo se activa, en la psiquis y en el cuerpo, que le despierta fuerzas ignotas y sin límites conocidos”. Lo dice Canessa en el libro que da título a esta columna. Tenía que sobrevivir. Todos lo hacemos, de alguna forma, en los días de luz y, sobre todo, en las noches de mayor oscuridad.
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