El presidente, Pedro Sánchez, ha asegurado con toda rotundidad que los poderes económicos y sus terminales mediáticas no le van a quebrar. Por su parte, los observadores más perspicaces coinciden en que, en efecto, es mucho más probable que la quiebra pueda venirle de la galaxia Podemos, cuyos ministros coaligados en el Gobierno se han especializado en desautorizarle. También de tribus de independentistas trabucaires que proclaman su amistad mientras le hurtan su necesario respaldo en el Parlamento. Así como de los palmeros de estricta obediencia, quienes manifestando su adhesión inquebrantable acaban por desorientar al líder con el estruendo ensordecedor de sus aplausos.
En mi opinión, mucho más preocupante aún que la debacle electoral del Partido Socialista y de su candidato Juan Espadas designado desde Moncloa en las urnas para el Parlamento de Andalucía el domingo 19 de junio fue la Comisión Ejecutiva Federal donde se analizaron los resultados donde se registraron hasta 22 turnos de palabra sin que se dejara oír crítica alguna, como subrayaron al unísono, en un éxtasis compartido de satisfacción, Adriana Lastra, vicesecretaria, y Felipe Sicilia, portavoz. Así las cosas, es de primera necesidad que, en el Gabinete o donde sea, alguien cumpla la misión inexcusable de prevenir a Pedro de los entusiastas peligrosos para quienes toda crítica es excesiva y todo elogio, insuficiente, entregados a la obsesión de detectar falta de calor o de sinceridad en el aplauso.
Considero que los aplausos en el Congreso, por ejemplo, han terminado siendo degenerativos, abriendo una competencia de parvulario entre los grupos. Y bastaría una lectura atenta de los diarios de sesiones del Congreso para confirmar cómo ha cambiado la función de los aplausos y advertir la tendencia creciente de los Diputados a aplaudir siempre lo peor, las mayores vilezas y zafiedades, las manifestaciones más agrias del cainismo polarizante. Igual que en los programas de televisión son esos mismos recursos los que logran un pico de audiencia, como se dice en el argot. Se cumple así el principio de que “por sus aplausos los conoceréis”. De modo que los líderes que saben cómo cultivar los más bajos instintos de los suyos y llevarles al cieno.
En una de sus columnas de hace años reflexionaba Patxo Unzueta sobre los peligros que acechaban en el régimen soviético a quien tuviera la osadía de ser el primero en dejar de aplaudir, de donde derivaba la prórroga interminable de los aplausos. Ahora también algunos editores que están considerados como terminales mediáticas del Gobierno descubren con ingenua sorpresa la insaciabilidad quienes se suceden en Moncloa, que siempre quieren más dosis.
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