Hace ya unos días, cuando murió Alfredo Pérez Rubalcaba, hubo dos personas significativas –entre muchas más– que escribieron sobre él. Pedro Sánchez, actual presidente del Gobierno, y su predecesor, Mariano Rajoy, redactaron sendos artículos sobre alguien a quien conocían bien y los enviaron a todos los medios. Ambos textos eran, como es natural, generosos, nobles y hasta encomiásticos. Llamaba la atención ver que Rajoy dedicaba al fallecido frases muy caballerosas y hasta llenas de afecto; frases que muy rara vez le habrá dicho, al menos públicamente, cuando estaba vivo, porque el oficio de ambos les imponía atizarse hasta en el cielo de la boca. Pero el sentimiento privado era muy distinto, como se ha visto.
Leí ambos textos en este diario. Y cometí un error; uno que no cometo jamás, desde hace muchísimo tiempo, ni aquí ni en ningún otro medio: leer los comentarios que dejan, al pie del texto, los lectores. O al menos algunos lectores. Lo hice quizá porque vi que, después del artículo de Rajoy, había nada más que dos párrafos.
Uno de ellos me entristeció profundamente y me confirmó lo saludable que es abstenerse de leer esos comentarios, apostillas o juicios. No recuerdo quién lo firmaba: da lo mismo porque todos esos nombres son inventados, son máscaras detrás de las cuales se esconde alguien que jamás se atrevería a publicar eso con su nombre y su DNI.
–Oiga, caballo, que usted escribe con seudónimo.
–Cierto. Pero no es lo mismo un seudónimo que un alias o un nick. El seudónimo no cambia nunca y tiene la voluntad de crear una personalidad propia, como hicieron Larra, que firmaba El pobrecito hablador, o José Martínez Ruiz, a quien todos conocemos por Azorín. El que usa un nick puede usar uno o quince, como se le antoje, y además se está escondiendo, en muchísimos casos, para expeler cosas que jamás tendría el valor de decir en voz alta en su casa. Quizá sí en el bar, pero es después de muchas copas. ¿Puedo continuar?
–Puede.
Gracias. Aquel comentarista, forero o como se le quiera llamar, le decía a Rajoy que bueno, que vale, que pase por esta vez, pero que aquellas frases llenas de afecto quedarían mejor en “otro tipo de prensa”, no en este diario en el que la gente que comenta los artículos e informaciones piensa toda igual. Al tipo se le notaba que le dolía meterse un poco con Rajoy, al que seguramente habrá defendido en ocasiones pasadas; pero eso de que alguien, por más Rajoy que sea, hable bien de un “rojo”, aunque le tuviese afecto y el hombre se acabase de morir, pues no. No en “su” periódico, en el que todo el mundo piensa igual. Igual que él, se sobreentiende.
En una enorme cantidad de medios, mediecitos y alcázares sin novedad, hasta la información de las farmacias de guardia está tiznada de ideología, sea la que sea
Es desolador. España vivió cuarenta años bajo un régimen el que daba exactamente igual qué periódico leyeras: todos decían lo mismo, porque a quienes pensaban de otra forma no se les permitía escribir en ninguna parte. Eso es lo que parece que echa de menos el apostillador de Rajoy: la unanimidad obligatoria. Cuando en España disolvió por ley (1984) la empresa llamada “Medios de Comunicación Social del Estado”, que no era sino la antigua Prensa del Movimiento maquillada (mal maquillada), vivíamos todos en uno de esos momentos mágicos y breves que más tarde se recuerdan con nostalgia: había plena libertad de expresión, pero también había responsabilidad, y los periódicos y revistas parecían una fiesta. En el mismo diario te encontrabas a Umbral, a Herrero de Miñón, a Fraga y a Guerra; en la misma revista, a Peces-Barba, Pedro Rodríguez, Savater y Solé Tura. La norma general, no impuesta pero que todo el mundo seguía, consistía en que había que abrir todo lo posible el abanico ideológico de escribientes, colaboradores y opinateguis, porque así se ampliaba el mercado y, sobre todo, porque eso permitía a los lectores comparar, preferir y sobre todo pensar. Además, todavía no se habían inventado los trolls manejados por los aparatos de comunicación de los partidos, que es lo que sucede hoy en casi todas partes. En internet, al menos, yo creo que en todas.
Lo que el reñidor de Rajoy parece defender es algo muy viejo que, en España, procede de las zahúrdas del siglo XIX: la llamada “prensa de trinchera” en cuyos medios todo el mundo dice lo mismo y mantiene el mismo sesgo ideológico, permanente e inalterable como los principios del Movimiento. Es decir, que la gente (esperemos que no toda) no se compra ya el periódico para informarse, para enterarse de lo que ocurre o para comparar ideas distintas, sino para que le calienten la cabeza. Y para que se la calienten a la temperatura que él exige y a ninguna más. No se trata ya de que te cuenten lo que pasa, sino de que te lo cuenten como tú quieres, repintado de tus colores y retorcida la realidad como a ti te gusta: si no es así, te vas a otro sitio. Que hay muchos.
No se trata ya de que te cuenten lo que pasa, sino de que te lo cuenten como tú quieres, repintado de tus colores y retorcida la realidad como a ti te gusta
Quedan poquísimos medios –este es uno– en los que aún es posible aquella vieja costumbre que parece detestar el apostillador de Rajoy: hallar formas distintas de interpretar la realidad, comparar y sacar conclusiones; es decir, pensar libremente. En una enorme cantidad de medios, mediecitos y alcázares sin novedad, hasta la información de las farmacias de guardia está tiznada de ideología, sea la que sea. Eso si dan la información de las farmacias de guardia. Que ya casi nadie lo hace.
De esto se sale nada más que por la fe. Hay que querer creer y no perder la confianza. Hay que tener siempre presente que los trolls no representan a los lectores de un medio, ni en cantidad ni en calidad. El apostillador de Rajoy sabe perfectamente que este no es “su” periódico: que es de todos los lectores. Y que un mismo artículo puede padecer la peste de los trolls en un medio y luego ser compartido decenas o cientos de veces en redes sociales, por ejemplo, entre aplausos y felicitaciones. Ese disparate se ha convertido ya en “lo normal” y sucede todos los días y en todas partes.
¿Tienen derecho los trolls a existir? Pues hay que contestar que sí, qué vamos a hacerle. Pero no hay pecado que no tenga contrapuesta una virtud, como nos enseñaban de niños en clase de religión. Contra ira, templanza. Contra pereza, diligencia. Y contra los trolls, sencillamente no leerlos. Nunca.
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