Una gran parte de los españoles carece de conocimientos elementales sobre la democracia. Esa ignorancia tiene causas que no nos proponemos discutir aquí. Por el momento, hagamos constar que afecta tanto a jóvenes como a viejos, a ricos y pobres, a personas sin estudios y catedráticos universitarios. Para todos ellos, la democracia es poco más que la celebración de elecciones. La sanción de la mayoría asegura por sí misma la legitimidad, incluso la bondad, de cualquier acción del gobierno.
Pero no puede haber democracia sin Estado de derecho y división de poderes. Se ha recordado muchas veces que los dictadores modernos suelen acceder al poder por vías “democráticas”, o mejor dicho “mayoritarias”. Como sabían muy bien los ilustrados y liberales, el poder tiene una lógica endiablada y la única forma de que no se convierta en tiránico es dividirlo y limitarlo.
Por muy bueno que sea el diseño institucional plasmado en la Constitución y en las leyes, la democracia tampoco puede funcionar sin el arraigo de una determinada cultura en la sociedad. Cultura que consiste en costumbres y normas no escritas: el respeto al diferente, la apertura al debate racional, la búsqueda del acuerdo… La clave de bóveda de dicha cultura es la búsqueda de la verdad. Cuando todo es relativo, sujeto al deseo y la conveniencia, cuando la palabra no vale nada y las palabras pierden su significado compartido, sólo queda la voluntad de poder.
La respuesta de la democracia a la diversidad de identidades y riqueza no puede ser la partición, la eliminación de los vínculos entre compatriotas
Finalmente, tampoco puede haber democracia si la existencia misma de la comunidad política se pone en cuestión de forma arbitraria. Una mayoría circunstancial no puede fragmentar una herencia de siglos, convirtiendo en extranjeros a una parte de los ciudadanos, despojándoles de su propiedad. La respuesta de la democracia a la diversidad de identidades y riqueza no puede ser la partición, la eliminación de los vínculos entre compatriotas, el borrado de su memoria y su cultura común, para crear nuevas entidades más homogéneas culturalmente y más insolidarias económicamente.
Pues bien, si analizamos el estado de la democracia española a la luz de las consideraciones anteriores, la conclusión no puede ser más pesimista. La partidocracia corrompió el sistema durante décadas, colocando a sus peones en la Justicia, comprando a los medios de comunicación y creando enormes redes clientelares. Después de años de estancamiento económico y escándalos de corrupción, muchos españoles no sienten ningún aprecio por sus instituciones y su país. Un escenario de insatisfacción y resentimiento propicio para el éxito del rupturismo.
Los objetivos no se declararán o se irán acordando según la evolución de los acontecimientos; es necesario preparar a los españoles para que acepten mansamente
Tras las elecciones de julio una amalgama precaria, formada por decenas de partidos y coaliciones, unida sólo por el interés y por el desprecio a los demás españoles, reclama para sí un poder constituyente, casi absoluto. Los objetivos no se declararán o se irán acordando según la evolución de los acontecimientos; es necesario preparar a los españoles para que acepten mansamente. Pero el método parece estar claro: el vaciado de facto de la Constitución, su reforma encubierta.
No sabemos exactamente qué saldrá del laboratorio del Dr. Frankenstein. Pablo Iglesias pronosticó que la derecha no volvería nunca más al poder, y tal vez tenga razón. Pero tengan por seguro que, cuando acaben sus experimentos, estaremos más divididos, seremos menos libres y más pobres. Si el PSC-PSOE y sus aliados devuelven el poder alguna vez, no valdrá con una mejor gestión y algunas reformas cosméticas. Necesitaremos un liderazgo transformador, y no burócratas de partido con aversión al cambio y propensión al pasteleo.
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