Opinión

El Titanic

No me gustaría estar en el pellejo de esos compromisarios para los que se ha desplegado una campaña electoral en toda regla, con mítines, focos, micrófonos y candidatos con parálisis facial a fuerza de tanto sonreír

Cuando ustedes tengan la amabilidad de leer esto ya sabrán (o estarán a punto de saber) quién ha ganado la batalla por la comandancia del Titanic, digo, perdón, por la presidencia del PP. Yo me alegro mucho de que este proceso termine, de verdad se lo digo. No se veía nada más apasionante desde la decimocuarta edición de Gran Hermano, que sin la menor duda todos ustedes recuerdan perfectamente. El estrés, la tensión nerviosa, la incertidumbre que ha atenazado al país durante estas semanas, las conversaciones a gritos en todos los bares, las plazas llenas de gente, las calles repletas de manifestantes en favor o en contra de los diferentes próceres, las iglesias abarrotadas de señoras con velo y rosario enhebrando novenas. Las procesiones y rogativas que impetran el favor de la Virgen para Soraya, de San Roque para Casado. La Bolsa pegando unos altibajos de sismógrafo en pleno terremoto. Los líderes mundiales pegados al teléfono día y noche, ojerosos, atribulados. El Papa, que ha ofrecido una y otra vez su mediación para evitar lo peor. Así no se puede vivir, caramba. Necesitamos todos un descanso, que ya está bien, que estamos en verano y cuatro quintas partes del país ha renunciado a sus vacaciones para estar pendientes de la tele, por si gana el uno, por si gana la otra. Ya vale.

Trump volvió a su rancho indignadísimo porque de su patochada ante Theresa May –el tipo se fue a Londres para llamarla boba, desobediente y traidora– no se dio cuenta nadie: estaba el sistema solar pendiente de la campaña electoral del PP. Pero incluso él, que tiene las luces que tiene y ni un vatio más, se dio cuenta de una cosa: lo que ha mantenido sin aliento a la humanidad durante estas semanas ha sido, efectivamente, una campaña electoral en toda regla.

Todo este espectáculo no iba con nosotros. Los que han de votar son tres mil y pico personas. Es sólo de ellos de quienes depende el futuro del género humano"

Ha habido asesores, estrategias, márketing. Soraya y sus muchachos con la pizza desparramada por la mesa y sin corbata, como jóvenes dinámicos que son, una nueva generación de rompedores exministros que no viene a abolir sino a dar plenitud, como dijo el Señor. Casado y los suyos, comida en el restaurante Jai Alai, alrededor de cincuenta euros por corbata o por bolso, porque los exministros de Casado sí se vistieron de persona para echar a los mercaderes del templo, como también dijo el Señor. Nubes de micrófonos, día sí y día también, ante las sonrisas nerviosas de los candidatos. Declaraciones. Llamamientos a la unidad hermosamente insinceros por ambas partes, como manda la tradición. En ambos bandos, señoras enfervorizadas decididas a cortar el Paseo de la Castellana para demostrar que su fe sí es capaz de mover montañas, como volvió a decir el Señor. Y ustedes, y yo, y la nación entera, y el Señor, todos con el corazón contrito, con el alma atenazada por la pregunta decisiva: ¿a quién votaremos?

Bueno, pues ese es el problema: que no votaremos ninguno. Todo este espectáculo no iba por nosotros. Los que habían de votar eran tres mil y pico personas. De ellos depende el futuro del género humano, o del país, o por lo menos del partido hasta que, el día menos pensado, don Manuel Fraga le dé un manotazo a la lápida, como hizo hace años la momia de Ramsés II en el museo de El Cairo, y regrese del Báratro para poner orden en el partido por segunda vez, porque otra solución esto parece que no tiene.

Cualquier jugador de ajedrez sabe que el secreto para ganar la partida está en dominar el centro del tablero. Bien. Exactamente eso es lo que dijo Soraya hace unos días: que las elecciones se ganan ocupando (u okupando, esto ya no lo sé) el centro. Sin la menor duda quería decir que su rival, Casado, no piensa hacer eso, y debe de tener razón porque Casado ya había aclarado que lo que él pretende ocupar es todo el espacio que hay a la derecha del PSOE.

Cerca parece el día en el que don Manuel Fraga le dé un manotazo a la lápida, como la momia de Ramsés II, y regrese para poner orden en el partido por segunda vez"

No sé. Se supone que una persona se presenta a las elecciones porque tiene unas ideas, las que sean, y trata de convencer a los votantes de que esas ideas son mejores que las que tienen los demás. No al revés. No se analizan las preferencias de los electores –preferencias que, por definición, cambian con cierta frecuencia– y luego se les dice: “Es curioso esto: mis ideas coinciden con lo que vosotros queréis”. Eso se parece mucho a la célebre frase atribuida a Groucho Marx: “Estos son mis principios. Pero si no le gustan, tengo otros”. Esto lo hacen quienes, con una mentalidad que ni siquiera es ajedrecística, pretenden tan solo y nada más que ganar las elecciones, en vez de intentar que triunfen las propias ideas. Pero nadie ignora que ganar las elecciones otorga, por lo general, el control del poder. Que es lo que parecen buscar quienes no tienen inconveniente en cambiar de principios con tal de obtener los votos necesarios. Y esto es algo que llevamos viendo desde hace décadas, desde luego que no solamente en el PP: la búsqueda del poder como objetivo esencial y último, no como medio para aplicar unos principios.

No me gustaría estar en el pellejo de esos compromisarios para los que se ha desplegado una campaña electoral en toda regla, con mítines, focos, micrófonos, candidatos con parálisis facial a fuerza de tanto sonreír, declaraciones y titulares. Eso tiene sentido cuando los destinatarios de tanta y tan costosa exhibición somos todos. Pero cuando los que tienen la llave de la despensa son tres mil personas, nada más que tres mil personas, los métodos de convencimiento tienden a ser otros, mucho más personales, agresivos y elocuentes. Adolfo Suárez y los suyos sacaron adelante en las Cortes la decisiva Ley de la reforma Política, en 1976, a base de presionar, amenazar y prometer lo que quisieron a unos pocos centenares de procuradores, que eran los que habían de votar. Uno por uno. El equipo del presidente se repartió a aquellos atribulados caballeros: estos para Alfonso, estos para Rodolfo, estos para mí. Salió bien, desde luego, pero de aquellas maniobras no se enteró nadie hasta bastantes años después. Los que tenían el voto en el hemiciclo recibieron lo que habían pedido, luego se celebró el referéndum, salió que sí y asunto resuelto. El franquismo, al menos legal y políticamente, tuvo el mismo destino que el Titanic.

Si yo fuese uno de esos tres mil compromisarios del PP, me costaría trabajo dormir pensando si será cómodo el camarote que me han ofrecido en ese barco cuyo nombre nadie quiere mirar, y cuyo viaje nadie sabe cuánto durará. “Velad y no durmáis, porque no sabéis el día ni la hora”. Dijo el Señor.

 

 

 

 

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