Se aproxima el nuevo ciclo electoral y, como si fuera un emperador romano de la peor época, Pedro Sánchez ha decidido tirar la casa por la ventana y ahogarnos a todos en pan y circo. La idea es que nos olvidemos de una gestión hecha a base de cesiones a filoetarras, independentistas y comunistas que no ha tenido más objetivo que el de mantenerse en el poder al precio que fuera y que, entretenidos con las migajas que va a soltarnos, volvamos a votarle. Y lo peor es que hasta puede que lo consiga.
El primer objetivo del proyecto de Presupuestos Generales del Estado para 2023 es contentar a quienes deben votarlos en el Congreso, que hay que asegurarse un año más en el poder. El segundo, conseguir para las próximas elecciones el voto de pensionistas, casi diez millones de ciudadanos, y de empleados públicos, otros tres y medio. Es decir, trece millones de personas en un país de cuarenta y siete de los que deben descontarse niños y menores de edad que no votan. ¿Y cómo se hace eso? Pues pagando, por supuesto. Con el dinero que consiga sacarnos a usted y a mí, y cuando eso no sea suficiente, que no lo es, pidiéndolo prestado al precio que sea.
Para que se hagan una idea: La primera partida de gasto es el pago de pensiones y desempleo. La segunda, el pago de la deuda. La tercera, gastos generales de la administraciones públicas y solo en cuarto lugar, llegamos por fin a las políticas específicas de gasto público, o sea, a Sanidad, infraestructuras y Educación. Es decir, se gasta más en el aparato que en lo que debe hacer el aparato.
Por mucho que estemos en esas tasas de inflación interanual, nadie en la economía real repercute ese porcentaje en su actividad. Ni se paga en sueldos, ni se aumenta en los contratos
Por si esta distribución del gasto no fuera ya por sí sola del todo insostenible, nuestro rey Sol de La Moncloa ha decidido una subida de un 8,5 por cien en línea para pensionistas y 3.5 para los empleados públicos. Párense a pensarlo. Un ocho y medio por ciento. Que levante la mano el trabajador por cuenta ajena en el sector privado al que se le haya subido el sueldo en esa medida. Por mucho que estemos en esas tasas de inflación interanual, nadie en la economía real repercute ese porcentaje en su actividad. Ni se paga en sueldos, ni se aumenta en los contratos. Por la sencilla razón de que no se puede. Ni los empresarios pueden pagar más sin llevarse por delante el futuro de sus negocios, ni tampoco puede cobrarse a los clientes y arrendatarios sin que estos a su vez se queden sin capacidad de pago. A diferencia del papel del Ministerio que todo lo aguanta, y de la falta de responsabilidad del que redacta los presupuestos, la pequeña economía de cada uno tiene límites muy claros. El asunto es que la carga de cada vez más recae en las espaldas de cada vez menos, y con ese desparpajo con el que se maneja el dinero que no se ha sudado personalmente, se está comprometiendo el futuro de varias generaciones que quedarán sujetas al yugo de la deuda contraída por un tipo que antepuso su interés particular al de toda la nación.
Cuentan que la primera vez que Josep Plá viajó a Estados Unidos, al ver desde el barco la silueta de Manhattan iluminada preguntó, atónito, “i tot aixó qui ho paga?” ("y todo esto, ¿quién lo paga?”) Pues lo pagamos nosotros, nuestros hijos y nuestros nietos, si es que para entonces tienen algo con qué pagar.
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