Opinión

Todo, menos la vida

¿Es realmente necesario darlo todo en la pista, hasta el desfallecimiento? ¿Convertirse en el mejor, en la mejor, a cualquier precio?

Son las diez menos diez de la noche de un martes de verano en San Sebastián. Mientras apuro un vino en mi pequeño balcón después de otra jornada más de trabajo, me pierdo en el azul suave y tímido que, todavía a esta hora, tiñe el cielo de finales de junio. Y pienso. Y quiero creer que no es sólo cosa mía. Que no soy la única persona a la que le cuesta un mundo salir del refugio que conforman unas sábanas blancas recién lavadas para calzarse unas zapatillas de deporte, camiseta, mallas ajustadas y poner rumbo, bien temprano, a un gimnasio. Quiero creer que más allá de esas vidas y cuerpos de éxito que exhiben las redes sociales, existen seres como yo para los que no está hecho el ejercicio.

Y pese a eso, a veces, son las menos, lo practico. Y me armo de valor y entro en ese moderno edifico gigantesco -cuya cuota mensual pago con diligencia- acerco al torno mi pulsera con chip electrónico y accedo a un universo de músculos en formación en el que encajo tanto como una jirafa en las calles empedradas de Segovia. Y allí permanezco. Observante, que no activa. Debo reconocer que, de alguna manera, siempre he envidiado a todas esas personas capaces de madrugar en exceso para hacer deporte y enlazar una clase con otra -ya sea Aerobic, GAP, Body Pump- sin perder la compostura e incluso con un rostro inmaculado en el que podría leerse: “quiero más.”

Y está bien. No seré yo quien haga ahora apología de lo contrario. Ni mucho menos. Pero, estos días, viendo a determinados deportistas de renombre, sufriendo mientras ejecutan el más mínimo movimiento, me surgen ciertas preguntas. ¿Es realmente necesario darlo todo en la pista, hasta el desfallecimiento? ¿Convertirse en el mejor, en la mejor, a cualquier precio? Leo en Biografía de la luz, de Pablo d’Ors, que “nuestras existencias se reducen a menudo a una descarada -y hasta patética- búsqueda de reconocimiento.” Desconozco si es el caso de Anita Álvarez, aunque, francamente, lo dudo. Considero que, detrás del sacrificio de esta neoyorquina de 25 años, está la pasión por un deporte, la natación sincronizada, que empezó a amar viendo la destreza con la que lo practicaba, también, su propia madre. No tardó Ana, lo cuenta ella, en pasar de imitar a los mayores en la piscina a ser objeto de imitación y ahora protagonista de infinitos titulares que han puesto su nombre en el foco por el desvanecimiento que sufrió en los mundiales de Budapest.

La vuelta al globo dieron las fotografías de su rescate bajo el agua. Instantáneas que nos atraparon a todos. Quizá morbo, quizá ignorancia. Reconozco que para mí la natación sincronizada fue siempre algo así como un baile de sirenas, un ballet acuático fascinante que alguna vez, siendo cría, traté, incluso, de copiar en piscinas de hoteles vacacionales y no pasé de mover torpemente los brazos de arriba a los lados creyéndome artista. Qué iba yo a imaginar que estos desvanecimientos eran comunes en esta disciplina que requiere un esfuerzo del que poco se habla. Busco información en internet y me encuentro con un artículo del New York Times del 6 de agosto del 2021 que dice así: “Belleza, técnica y peligro de una lesión cerebral en la natación artística". Porque a la posibilidad de los golpes y patadas en prácticas en equipo, se suma la sobrecarga muscular que puede provocar el estrés y hasta cortar la oxigenación del cerebro.

Lo ha reconocido la propia Anita, estas semanas, ante la prensa. Que debajo del maquillaje, de la gomina de pelo, del bañador de purpurina, se esconde un sacrificio infinito. Mucho tiempo boca abajo, en el agua, en apnea, sin coger aire, haciendo piruetas imposibles, dando patadas para, después, subir hacia la superficie y saltar como los delfines. “Cuando acaban los entrenamientos, sentimos que nos morimos. La gente no imagina lo frecuentes que son estos desvanecimientos". Dos minutos estuvo ella en las profundidades sin respirar y aun cuando había perdido el conocimiento, su cuerpo siguió bailando. Es, dicen los expertos, la memoria muscular. Ya le había pasado antes, en el preolímpico. ¿Debería haber parado entonces? ¿Es el coste a pagar por mantenerse en la élite? “Lo tienes que dar todo”, le dijo su entrenadora, la española Andrea Fuentes, antes de salir, esta vez, a la final.

Todo, menos la vida.

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