España se ha catalanizado. No sé si esto es la confirmación de una operación maestra que los entendidos adjudican a ese estratega apellidado Iceta, gran éxito del bailarín, su plan para extender el conflicto de Cataluña al resto de España. Había catalanes de primera, los nacionalistas, y catalanes de segunda, el resto. Ahora ya hay españoles de primera, esa mitad que vota a Sánchez y su variopinta banda, y españoles de segunda, los que lo hacen al centroderecha. Es, también, la extensión al resto de España del modelo político preconizado por Jordi Pujol, el padre de todo -En el principio era el Verbo-, para Cataluña: un patrón de partido único, CiU, gobernado por la Sagrada Familia, basado en la infiltración en las instituciones, la ocupación de los centros de poder, el control de la educación y la utilización torticera de la lengua como arma de segregación social, la corrupción institucionalizada (“Vostès tenen un problema, i aquest problema es diu tres per cent“) capaz de mantener una red clientelar de la que viven cientos de miles de personas, y la aspiración a una Justicia propia, una Justicia amaestrada que no pueda llevarnos un día a la cárcel, que es también el sueño largo tiempo perseguido y por fin logrado por Sánchez y su Cándido.
El “procés” se ha convertido en “el proceso”. La operación de desmantelamiento de la España constitucional surgida tras la muerte de Franco. Alguien ha tenido estos días la sutileza de reparar en uno de esos paralelismos históricos capaces de helar la sangre. El sistema político de la transición ha durado 45 años (1978-2023), más o menos pujante los primeros 25, muy debilitado a partir de 2004 (atentados de Atocha) y arrastrándose desde 2014 (abdicación de Juan Carlos I). Un tiempo muy similar al de la Restauración canovista (1876-1923). Ambos trajeron paz y prosperidad a los españoles. Ambos entraron en barrena en la tercera década de su respectivo siglo. Lo que vino a partir del final de la dictadura de Primo de Rivera es conocido. Caída de la monarquía alfonsina y Guerra Civil. El PSOE ha vuelto a 1934 de infausta memoria. Sánchez es nuestro Largo Caballero, con nulo interés a estas alturas por la dictadura del proletariado, un suponer, pero con todos los ingredientes que hoy distinguen a esa serie de autócratas que reinan en no pocos países, muy capaces de reducir las libertades a papel mojado y de seguir ganando elecciones de forma más o menos clara cada cuatro años, porque han tejido en su derredor una malla cerrada de intereses cuyo epicentro reside en la voluntad del sátrapa, el gran líder que maneja los PGE y dispone de arsenal financiero bastante para, vía cargos o subvenciones, mantener asegurada la fidelidad de voto de millones de ciudadanos. Sánchez es Largo Caballero y el PP desprende un cierto aroma a CEDA imposible de ocultar.
Sánchez es nuestro Largo Caballero, con nulo interés a estas alturas por la dictadura del proletariado, un suponer, pero con todos los ingredientes que hoy distinguen a esa serie de autócratas que reinan en no pocos países
Parece evidente que Sánchez será investido como presidente del Gobierno. La mayoría de la moción de censura volverá a funcionar para reelegirlo a través de una coalición reforzada con la presencia de Junts. Lo será porque está dispuesto a pagar el precio que le pidan, y porque paga con dinero ajeno: paga con el futuro de un país que se adentra en territorio desconocido, un viaje apasionante –a la par que terrible- para una gran nación con siglos de historia, ahora miembro de un club que si en las últimas décadas fue salvaguardia de libertades, ahora parece francamente incapaz de impedir la deriva peronista –en el mejor de los casos- del socialismo hispano, inmersa como está Bruselas en su propia y lacerante crisis. La reelección de Sánchez supondrá el definitivo final de la transición y el inicio de un periodo de enorme incertidumbre. ¿Dónde está hoy el poder? Nadie lo sabe. No, desde luego, en Ferraz o en Génova. Está en manos de un personaje menor, un tipo bien parecido –asunto importante en la sociedad en que vivimos- con un bagaje intelectual modesto pero con una voluntad de hierro en la búsqueda del poder y una total falta de escrúpulos morales a la hora de aliarse con quien sea menester para conservarlo. Un tipo que tomó por asalto la calle Ferraz de la que le habían expulsado y que hoy estampa su firma a pie de BOE. Ese es el poder. Fuera del BOE no hay nada. Miedo y Florentinos en busca de favores políticos. Miedo y silencio esquivo. No hay sociedad civil. No hay elite financiera. El representante de nuestros empresarios es un chaval que presume estos días de “hippie y progresista”. Los ricos de verdad, cuatro, viven escondidos lejos de Madrid. Los “intelectuales” orgánicos pastan apoyaos en el quicio de la mancebía de Sánchez y los pocos que no (los Savater, Azúa, Ovejero et al.) penan en su exilio interior. De la corrupción de los medios podrían escribirse varios Quijotes. Ellos son, quebrados como están casi todos, los grandes responsables de la deriva enloquecida que vive el país.
El final de la transición y el de nuestra inane partitocracia. El PSOE de Felipe hace tiempo que es historia. El de Sánchez, se dispone a celebrar con toda pompa sus bodas de oro con el nacionalismo periférico reaccionario y xenófobo. Fuera de Sánchez no hay nada. Personajes menores al frente de carteras ministeriales, que difícilmente elegiríamos como presidentes de nuestra comunidad de vecinos. La falta de talento es también notoria en Génova. Telarañas y miseria intelectual. De las filas del PP ha salido gente tan mediocre como Rajoy o tan mal avituallada como Casado. El problema del PP no es tanto Feijóo (víctima estos días de una tremenda campaña en redes auspiciada por quien es fácil imaginar), como la pregunta de si esta derecha sigue siendo útil para dar respuesta a los problemas que plantea la España liberal y la desasosegante sospecha de que estamos ante una opción política más muerta que amortizada. A lomos del caballo desbocado de ese Frankenstein reforzado -coalición disparatada, unida por el mínimo común denominador del desprecio a la nación española- sobre el que Sánchez se dispone a cabalgar, España se dirige ya sin ambages hacia el abismo de lo desconocido, un asunto que parece preocupar una higa a los 7.760.970 españoles que le votaron el 23J y a quienes la unidad de España se la suda, dicho lisa y llanamente. Lo que importa es que me han subido la pensión 100 euros, digamos 200, subida que la inflación se encarga luego de devorar de forma inmisericorde.
El PSOE de Felipe hace tiempo que es historia. El de Sánchez, se dispone a celebrar con toda pompa sus bodas de oro con el nacionalismo periférico reaccionario y xenófobo
Puede que todo no sea tan dramático. Puede que quienes caminan hoy concernidos por el futuro del país estén, estemos, equivocados. Puede que todo sea una simple cuestión de dinero. Lo dijo Sostres el otro día en ABC: “Iban a pedir la independencia y han pedido un traductor, querían sentarse a “negociar con el Estado” y han pedido dos tickets para un tour por sus cloacas, y querían “cobrar por adelantado” para conformarse con unos pagarés con la firma de Sánchez, como si eso tuviera algún valor”. El independentismo es un negocio lucrativo, sin duda, y la “banda” que denunció Rivera y que estos años ha revelado un perfil ciertamente mafioso, entiende el poder como una cuestión de privilegios, cierto, pero sobre todo de dinero. Pasta para todos, y así hasta que el cuerpo aguante, hasta que las cuentas públicas amenacen “default”, situación que no hay que descartar en modo alguno a menos, claro está, que el prestidigitador consiga también engañar a los mercados como a Puigdemont. Por desgracia, llevamos años buscando refugio en el argumento bobo de que el dinero terminará por aplacar las pulsiones identitarias del nacionalismo. Dinero y más dinero. La experiencia ha demostrado, sin embargo, que cada una de las concesiones que los sucesivos Gobiernos han hecho efectivas no han servido sino para ir horadando paso a paso el edificio de la España de ciudadanos libres e iguales, al punto de que ser español hoy en Cataluña o en el País Vasco ha derivado en una forma de ser extranjero en tu propio país.
Los señores diputados catalanes podrán hablar en catalán en el Congreso, pero los niños catalanes no podrán jugar en español en el recreo
Condenados, pues, a apurar el cáliz de la humillación hasta el final. Los señores diputados catalanes podrán hablar en catalán en el Congreso, pero los niños catalanes no podrán jugar en español en el recreo. España se ha catalanizado. Todos somos hoy un poco catalanes, obligados a vivir en el exilio interior en que habitaron tantos compatriotas nuestros residentes en aquella tierra durante tantos años. Se entiende ahora esa sensación de extrañamiento que, particularmente desde 2012, debieron sentir millones de catalanes al ver sus derechos conculcados, situados extramuros de un sistema que les negaba incluso su condición de ciudadanos y su derecho a educar a sus hijos en la lengua común. Sensación de que nos han robado la cartera, de que hemos sido víctimas de una estafa monumental. Para quienes ocupamos una parte de nuestra juventud en la militancia antifranquista en vida de Franco, que era cuando había que militar, y arrostramos los riesgos consiguientes en la esperanza de contribuir a hacer realidad una España francamente democrática, contemplar lo ocurrido en los últimos años no puede sino producir una sensación de enorme desencanto, un sentimiento de profunda frustración. ¿Cómo nos hemos equivocado tanto? ¿Cómo hemos podido hacer todo tan mal? El corolario de nuestra peripecia existencial nos interpela sin piedad: abrimos nuestra puerta a la vida llenos de esperanza bajo la bota de Franco en plena posguerra, y la cerramos bajo la imagen chusca y disolvente de un tipo como Sánchez, ayuno del menor patriotismo y dispuesto a deshacer el camino andado por millones de españoles de buena voluntad durante 45 años. Franco y Sánchez. Cae el telón.
Entre la España partida en dos mitades que dibuja el socialismo de Sánchez y su banda, y la España liberal a la que aspiramos desde Vozpópuli, nuestra elección es clara y vamos a ser consecuentes con ella haciendo el periodismo de siempre, el de la vieja escuela, el que consiste en patear la calle, buscar noticias, contrastarlas y publicarlas. Sin corrompernos. Con honestidad. Sin servidumbres ideológicas. Sin miedo a la amenaza totalitaria que anuncian las Yolandas de turno. Militamos en el bando de los servidores de la ley y los defensores a ultranza de la Constitución. Dispuestos a servir de faro por el que puedan orientarse más y más ciudadanos honrados. Haciendo honor hoy más que nunca a nuestro lema de “libres y fiables”. Decididos a invertir recursos para reformar nuestro posicionamiento en el mercado de la información. Resueltos a ser uno de los grandes. Sabemos que nos esperan tiempos difíciles pero, parodiando a Tocqueville, ni nos sumaremos al error del decaimiento, ni nos callaremos. La palabra rendición no figura en nuestro vocabulario.
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