En junio de 1933, escribía Unamuno un artículo en el periódico Ahora sobre Dostoyevski. Recodaba que el escritor ruso aseguró que “la lengua es, sin duda, la forma, el cuerpo, la envoltura del pensamiento”, pero Unamuno rebatía esta idea expresada en Diario de un escritor de forma tajante: “Yo digo que la lengua no es la forma, el cuerpo o la envoltura del pensamiento, sino que es el pensamiento mismo”.
En esto andaba más atinado el escritor español. Somos capaces de pensar porque disponemos de una lengua -un sistema de signos- que nos permite codificar nuestras ideas. Algo adquiere identidad propia cuando se nombra, las palabras acotan el concepto, y los hablantes de un mismo idioma comparten ese código lingüístico que hace posible la comunicación.
No es de extrañar que surjan intentos entre los grupos dominantes (partidos políticos, medios de comunicación o determinados colectivos) de controlar el uso del lenguaje
Mediante la lengua nos enfrentamos a la comprensión de la realidad, de ahí la enorme importancia que tiene la gramática y el caudal léxico de un idioma para nuestra percepción del mundo. Asimismo, los usos lingüísticos muestran rasgos de la organización social en una comunidad de hablantes. Sirvan como ejemplos el tratamiento de tú / usted o el orden en que son nombrados las autoridades y el público en un discurso, o la utilización de eufemismos para edulcorar o disfrazar los hechos.
Dada la estrecha relación entre lengua y sociedad, no es de extrañar que surjan intentos entre los grupos dominantes (partidos políticos, medios de comunicación o determinados colectivos) de controlar el uso del lenguaje llevándolo a lo “políticamente correcto”. Lo que cabe dentro de este saco prodigioso puede variar, evidentemente, a medida que cambian los valores de una sociedad.
Hace ya un tiempo que el feminismo de última generación viene reivindicando nombrar explícitamente el género gramatical femenino cuando va asociado al sexo, para darle visibilidad a la mujer, pasando por alto que nuestro idioma ya contempla esa referencia utilizando el masculino genérico. Expresiones como “todos y todas”, “los ciudadanos y las ciudadanas”, “los niños y las niñas”, son moneda corriente entre las agrupaciones de izquierda y parte de la derecha. El lenguaje desdoblado de género se ha convertido en el santo y seña para saber si el que habla está entregado a la causa feminista o es un obstáculo para el progreso social. Se trata de una vigorosa tendencia ante la que muchos, a remolque, acaban sucumbiendo.
Los desdoblamientos de género gramatical rompen las máximas de cantidad y pertinencia; son artificiosos e innecesarios desde el punto de vista lingüístico
Que la mujer debe tener los mismos derechos que el hombre está fuera de discusión en las sociedades occidentales. Pero el excesivo celo feminista aplicado al uso de la lengua nos conduce a situaciones chirriantes.
El filósofo inglés Paul Grice formuló en 1975 una descripción de las máximas conversacionales, cuatro principios pragmáticos que contribuyen al éxito de cualquier intercambio comunicativo. En dicho contexto de comunicación, damos por sentado que nuestro interlocutor nos va a dar solo la información que necesitamos (máxima de cantidad), que esta será verdadera (máxima de calidad), relevante (máxima de pertinencia) y que, además, se expondrá de manera clara y ordenada (máxima de modo).
Los desdoblamientos de género gramatical rompen las máximas de cantidad y pertinencia; son artificiosos e innecesarios desde el punto de vista lingüístico. En los sustantivos que designan seres animados, el masculino genérico designa la clase sin distinción de sexos. El masculino, en este caso, es el término no marcado.
Y si, por casualidad, se encuentra en Extremadura: “Todos los ciudadanos extremeños y todas las ciudadanas extremeñas”
La RAE insiste, de momento con escaso poder de convicción, en que la actual tendencia al desdoblamiento indiscriminado del sustantivo en su forma masculina y femenina va contra el principio de economía del lenguaje y se funda en razones extralingüísticas.
Resulta en verdad desagradable ese derroche gratuito de vocablos. Imaginemos una situación mitinera como las que vivimos a diario desde hace algún tiempo. El político concienciado y progre dirá: “Todos los ciudadanos y ciudadanas…” Pero, siguiendo con su lógica, debería decir: “Todos los ciudadanos y todas las ciudadanas”. Y si, por casualidad, se encuentra en Extremadura: “Todos los ciudadanos extremeños y todas las ciudadanas extremeñas”. Y si su parlamento va dirigido al personal adulto: “Todos los ciudadanos extremeños adultos y todas las ciudadanas extremeñas adultas”.
Todo esto es delirante. Una lengua debe ser funcional y ágil. La imposición ideológica, en este asunto, conduce a una sobrecarga en la expresión que la hace tediosa.
Si para frenar esta deriva y devolverle su frescura a la lengua, bastara con cambiar la condición de término no marcado del masculino al femenino, hágase y que nos den un respiro.
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