Para ser perfecto a usted lo que le falta es morir en la plaza, dijo Ramón del Valle-Inclán a Juan Belmonte. Se hará lo que se pueda, don Ramón, contestó el matador. Pero al Pasmo de Triana le tomó 40 años morir. Antes de él lo hizo Joselito El Gallo, él sí en la plaza, y de una cornada. Hasta en eso fueron rivales. El Gallo murió en la cúspide de su carrera y Belmonte solo, sin púbico y tras descerrajarse un tiro en la sien.
Aquellas cosas parecen haber ocurrido hace ya demasiado tiempo. En una España en la que los toreros morían en las plazas y la vida era aquella cosa trágica que había dejado a su paso la guerra. Una sociedad casi tallada en el gesto trágico de un Manolete amortajado. Pensará cualquiera, como es natural, que aquellos episodios quedaron sepultados como los pueblos cubiertos por pantanos o los carros tirados por caballos. Pero no, o no del todo, porque el destino y las circunstancias también hablan. A gritos, a veces.
La gotera del desánimo parece agrietar un oficio que pierde el sitio en una sociedad que o lo criminaliza y lo desprecia o echa mano oportunista de su reclamo de la identidad
En un momento en el que los matadores vuelven a la palestra pública más en las listas electorales de Vox y PP que acartelados, pasan cosas como ésta que protagoniza la Polaroid de esta semana. Hace unos días, un equipo de bomberos rescató del río Guadiana al diestro Antonio Ferrera. Había caído desde el puente y no de manera accidental. Lo encontraron tiritando y presa de un ataque de ansiedad, informó casi toda la prensa, hermética hasta la última línea. Ya en el último párrafo, como quien no quiere, los redactores añadían que una profunda depresión aquejaba desde hacía meses a Ferrera.
Torero reconocido y respetado en el escalafón, Ferrera es un avezado matador que obró la transformación y se reinventó como figura. Tras dos años ausente de los ruedos por una fractura de codo, reapareció transfigurado en elegante diestro: dejó de lado las banderillas, adelgazó de florituras su faena, revolucionó la Maestranza y Las Ventas y abrió carteles de esos que agotan localidades. Pero una pieza rota, un clavo ardiente desprendido de la soldadura de sus vértebras, andaba suelta retumbando en su interior.
¿Puede alguien que se gana la vida arriesgándola quitársela por decisión propia? Raro vértigo el que lancea el presente, como si un espíritu trágico apareciera exhumado desde otro tiempo
Ten compasión, Señor, de tanta gloria, escribió Gerardo Diego en aquel poema que dedicó a Juan Belmonte. Vienen a resumir aquellos versos lo que ocurre a los que, encadenados a su memoria, no desean vivir ausentes de toda gloria. Gente que nunca perdió el sitio, que logró sobrevivir a las tardes de muerte en una plaza pero no al vértigo de haberlo conseguido. Aunque dicen los que saben que no se mató Belmonte porque echara de menos los ruedos, sino por su perpetua melancolía, la misma que pega mordiscos a los que se visten de luces.
Un hilo de oro une el cañón de la pistola de Belmonte con el arco del puente desde el que Ferrera se arrojó al Guadiana. Se trata de un estambre con el que se bordan las mortajas y las hagiografías, una hebra de tiempos broncos. ¿Puede alguien que se gana la vida arriesgándola quitársela por decisión propia? ¿Qué piedra puede ser tan pesada como para pulverizar a quien la carga sobre sus hombros?
A Ferreras comenzaba a dársele mal la espada en los últimos festejos: toros que no terminaban de cuajar, pinchazos que hacían desaparecer las orejas, la gotera del desánimo sobre un oficio que pierde el sitio en una sociedad que o lo criminaliza y lo desprecia o echa mano oportunista de su reclamo de la identidad. Raro vértigo el que lancea el presente, como si un espíritu trágico apareciera exhumado desde otro tiempo, como una peste.
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