La vida que vivimos está hecha de piezas desiguales que se mueven a velocidades muy distintas. Para montar un gobierno de funambulistas pueden bastar 48 horas. Para convencer a un cuñao de que ha perdido la presidencia de Estados Unidos es posible que haga falta mes y medio. Para construir una catedral gótica, un par de siglos solían ser suficientes. Para lograr que la Iglesia admitiese que la tierra se movía alrededor del sol hubo que emplear cuatrocientos años. Todo así.
Lo más lento suelen ser los cambios en la mentalidad de las personas, tomadas no como individuos sino como grupos humanos. En España se han producido algunos movimientos rapidísimos: la actitud de la mayoría de los ciudadanos hacia las personas homosexuales, por ejemplo, o el aprecio cada vez mayor hacia el concepto de igualdad de derechos de las mujeres, o el desprecio creciente hacia la violencia machista. O la venturosa extinción de aquellos asquerosos chistes de cojos, de gangosos, de negros, de maricones.
Pero eso son excepciones. Los cambios en la mentalidad de la sociedad suelen ir mucho más despacio, salvo que haya una catástrofe (una guerra o una peste como la que estamos viviendo) que los provoque. Eso sí: se producen constantemente, nos demos cuenta o no, como se siguen moviendo los continentes bajo nuestros pies, aunque nunca pensemos en ello.
Un procedimiento irregular
Por eso me ha sorprendido una noticia que ha pasado casi inadvertida para muchísima gente: la Unesco ha rechazado una carta en la que se pedía la declaración de la tauromaquia como patrimonio inmaterial de la humanidad.
Antes de nada: lo que la Unesco ha rechazado es una simple carta de un señor particular, el venezolano William Cárdenas Rubio, presidente de la Asociación Internacional de Tauromaquia (y de los venezolanos residentes en España, hasta donde sé). Este hombre escribió lo que quiso y se lo envió a la directora general de la Unesco, la francesa Audrey Auzolay. Así no se hacen las cosas en la Unesco. La carta no iba acompañada de ningún expediente con argumentos y motivos, como se hace siempre, ni estaba avalada por ningún Estado miembro de la organización. Este Cárdenas, persona algo nerviosa, se ha saltado todo el protocolo que habría de haber seguido para lograr su propósito. Así que es perfectamente normal que la Unesco haya desestimado su carta. Y esa desestimación no supone, al menos en principio, ninguna toma de posición del organismo sobre el asunto. Cuando las cosas se hagan en serio y como es debido, pues ya se verá lo que pasa.
Se trata de una celebración, fiesta, espectáculo o ceremonia (que de las cuatro cosas tiene) con la que no pudo ni la Iglesia, que trató de prohibirla en el siglo XIII… sin el menor éxito
Pero es imposible no advertir ahí un síntoma. Como una piedrecilla más que se hubiese desprendido de la gigantesca falla de San Andrés, en el subsuelo de California. Esa piedra, por sí sola, no provocará el gran terremoto. Pero es una piedra que se cae. Otra más.
En mi opinión, los españoles estamos empezando (mejor dicho: hace ya tiempo que empezamos) a cambiar de actitud ante los festejos taurinos. Este será uno de esos cambios larguísimos, y es lógico porque el toro es el animal totémico de la península ibérica desde los fenicios. La historia de los toros en España es descomunal (hay rastros de festejos en el siglo IX) y la cultura generada en torno a ellos también lo es. Se trata de una celebración, fiesta, espectáculo o ceremonia (que de las cuatro cosas tiene) con la que no pudo ni la Iglesia, que trató de prohibirla en el siglo XIII… sin el menor éxito.
Exhibiciones crueles
Pero la cultura del respeto a la vida de los animales es uno de los signos más notables y generalizados de nuestro tiempo y de nuestra civilización, que es la occidental. Y eso, en España, está provocando un desgarro cuya tardanza, en términos históricos, no puede sino sorprender. Todos vemos que desciende poco a poco la hasta hace nada inmensa cantidad de fiestas populares de nuestro país en las cuales la gente se divierte (o divertía) martirizando seres vivos, sean patos, gallos, cabras, burros o sobre todo toros: el enemigo sobre el cual la victoria es heroica. Y todo eso se ha defendido siempre en nombre de la tradición y de la cultura, como ha ocurrido hasta hace unos años con la carnicería del Toro de la Vega. Pero cada vez es más numerosa la gente que rechaza no solo esas diversiones locales sino también, y especialmente, las corridas de toros, y que considera que esas fiestas son unas exhibiciones crueles cargadas de ritos, gestos y atavíos cuya belleza no puede ocultar la sangre y el dolor de un animal tan perfecto como inocente.
Tardará en desaparecer, porque sus raíces son muy hondas. Es probable que ninguno de nosotros lo vea. Pero un día u otro, una generación u otra, la tauromaquia quedará, como las peleas de gladiadores, en los libros de historia. Durante siglos, en el mundo clásico, a nadie en absoluto le parecía mal el espectáculo de dos seres humanos despedazándose para divertir a los demás. Tampoco la muerte de uno de ellos, o de varios. Era una tradición que se extinguió cuando la sociedad entera empezó a darle una importancia distinta –mayor, obviamente– a la vida humana.
Con las fiestas de toros ocurrirá, antes o después, algo parecido. Y los chicos que las estudien torcerán el gesto, como hacíamos nosotros a su edad cuando leíamos lo de los gladiadores, sin entender del todo cómo aquello fue, además de posible, aplaudido y defendido. No lo entenderán porque su contexto cultural será otro. La sociedad habrá cambiado. Y para eso tendrá muy poca importancia lo que diga la Unesco.
El taurino es un sentimiento que yo no he experimentado jamás, pero entiendo que muchas otras personas sí. Y es un sentimiento que procede de decenas de generaciones
Los hermosos poemas de Lorca a la muerte de Sánchez Mejías se compararán a lo que escribió Marco Valerio Marcial, en el siglo I, al combate entre dos célebres gladiadores, los diestros Vero y Prisco. A la puerta del Museo del Prado ya no se pondrán chinos que ofrecerán imprimir el nombre del turista en un cartel de toros. Será, desde el punto de vista de la cultura, otro mundo.
Yo estoy en contra de la prohibición de las corridas de toros. No me gustan las prohibiciones y menos aún en lo que se refiere a emociones: los toros son –dinero aparte– puro sentimiento, como lo es la ópera, el flamenco o el fútbol. O las sientes o no las sientes. El taurino es un sentimiento que yo no he experimentado jamás, pero entiendo que muchas otras personas sí. Y es un sentimiento que procede de decenas de generaciones. Serán, por tanto, otras generaciones las que dejen de experimentarlo, como es obvio que está ocurriendo poco a poco, con los altibajos que sobrevienen siempre en este tipo de procesos de cambio social. Pero el final del camino no está en la prohibición. Está en que la gente deje de ir a los toros porque así lo prefiera.
Tratar de politizar este asunto no es que sea un error, es que es ridículo. Hacer de los toros (o de la tortilla de patatas, o de Manolo Escobar, o de Dios) una seña de identidad “de partido”, como pretenden los saltimbanquis de la extrema derecha, no sirve para nada, porque hay taurinos de todas las ideologías, lo mismo que antitaurinos. Repintar los sentimientos de colores políticos es perder el tiempo.
Pero esa es precisamente una de las cosas que mejor sabemos hacer…
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación