La vuelta al cole de algunos de nuestros políticos ha quedado acreditada este año a través de los medios de comunicación. Buena cuenta de ello da la entrevista con la que el programa matinal de TV3 escogió dar el pistoletazo de salida al nuevo curso político: al presidente catalán Joaquim Torra. Una suerte de sincronización de relojes que viene a indicar que todo está a punto para vestir de máxima trascendencia los próximos movimientos del gobierno autonómico, que Torra tiene previsto detallar hoy en un discurso que ha generado cierta expectativa en el mundo independentista. Desde la otra mitad de Cataluña -da la sensación, al menos- sólo se siguen ya los planes del Ejecutivo catalán para constatar nuevos motivos de indignación ante su consumada deriva antidemocrática: seguramente nada hay tan definitivo como las órdenes de identificación a personas que retiran lazos del espacio público.
En cualquier caso, la desazón no es óbice para que sea menester prestar atención cuando se detalla un nuevo intento de choque institucional con el Estado. Al cabo, Pedro Sánchez no lo está haciendo y parece que, en su empeño de ser escuchados, los líderes separatistas ponen sobre la mesa cada día una propuesta a cuál más descabellada, como la ocurrencia -en boca del vicepresidente, miembro de ERC, el partido al que ven ‘moderado’ en Moncloa- de vender sus votos favorables al Presupuesto a cambio de presiones a la Fiscalía General del Estado. Hay aberraciones democráticas que se airean con toda tranquilidad y haríamos bien en constatarlo: cualquier otro vicepresidente autonómico que hubiese sugerido algo similar en una portada de un diario nacional -por ejemplo, un trato de favor para un compañero de partido en prisión provisional por corrupción- a estas horas ya habría tenido que dimitir. Si en Cataluña se aplicara esa lógica, el Palau quedaría deshabitado en cuestión de minutos.
En su empeño de ser escuchados, los líderes separatistas ponen cada día sobre la mesa una propuesta descabellada, como la de ofrecer su apoyo al Presupuesto a cambio de embridar a la Fiscalía del Estado
Porque no está exento de competencia. Torra ha manifestado, en vísperas del aniversario del golpe institucional los días 6 y 7, que “la única sentencia [a los presos por la causa del 1-O] justa será la absolución”. Y ha vuelto a subrayar que su ataque al Estado, entre otras cosas, se materializará en acusarlo por “anular una idea” con un “juicio político”. Podría haber elegido otras palabras, pero se refirió a la anulación de las ideas. Cree el ladrón… No es que haya sido nunca demasiado distinto, pero en los últimos meses el nacionalismo catalán se ha volcado especialmente, aun cuando es más evidente que nunca que su Cataluña uniforme hace aguas, precisamente en la anulación del otro, del catalán no independentista. Esa es la razón que hay tras la polémica de los lazos amarillos: blandirlos como símbolo de consenso entre catalanes y poder seguir hablando impunemente en nombre de todos ellos.
De consensos ficticios ha vivido durante años el nacionalismo catalán y el del espacio público teñido de amarillo es sólo el último de ellos. Por eso flirtean -públicamente, dejando constancia de ello- con las amenazas a quienes retiren los lazos, en un uso absolutamente arbitrario y abusivo del poder que tienen como gobernantes y que los acerca a la persecución política que tanto denuncian. Dificultar la disidencia a través de coacciones más o menos sutiles sólo pretende generar silencios donde habría protesta para asumirlos como aceptación de sus abusos. Por eso hay que aplaudir las iniciativas que discuten esa práctica, que ahora ha censurado también el Defensor del Pueblo, porque el nacionalismo no sólo carece de respaldo legal sino de respaldo social.
Una realidad con la que están empezando a topar los líderes del ‘procés’ tras el despertar de media Cataluña. “Me niego a aceptar que no somos mayoría”, clamaba ayer Torra desde el plató de TV3. Es de una sinceridad casi entrañable que Torra reconozca que antes de admitir que la Cataluña que le ha tocado gobernar no es la que a él le gustaría, uniforme y monolítica, está dispuesto a hacer lo que haga falta. Sólo alguien que ignora y desprecia a la mayoría de catalanes puede dirigirse a ellos en esos términos: es consecuencia de haberse tragado mentiras como el falso consenso lingüístico que censuraba la discrepancia con señalamientos. Sólo así se explica esa suerte de expresión atónita ante la posibilidad de que sus conciudadanos, a quienes considera menos catalanes, puedan plantearse disputarle el espacio público. Porque les creían anulados y resulta que son más.
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