Dio el paso al frente en el momento justo. “Yo sí quiero ser presidente”, dijo Pablo Casado con la mirada puesta en las brumosas dudas que atenazaban Galicia. Estaba congelado el delfinario. Los “herederos” se vigilaban de reojo, sin desvelar sus planes, hasta que el más joven y osado dio una patada en el tablero de las conjeturas y se lanzó a la arena de la sucesión.
Feijóo, entonces, se encogió. Desplegó un rosario de inextricables excusas y se quedó en su acolchado refugio de la mayoría absoluta. Saltaron luego los demás. Y comenzó la carrera. Casado partía como favorito. Las dos damas, navaja en la liga, se neutralizaban. Margallo ejercía de vistoso pensil y un par de desconocidos adornaban el desparejo cuadro.
Empezaron a lloverle ánimos, elogios, invocaciones. Casado, el más vital, el más mediático, el más optimista, el más prometedor, el auténtico. La figura de la nueva derecha, el centrismo europeo, el antídoto de Sánchez. Todo eran prometedores augurios para el gladiador más dinámico y animoso, sin incómodas mochilas, sin peajes pendientes, sin más estropicios pretéritos que un extraño asunto universitario aún por resolver.
A Casado le puede acabar ocurriendo lo que a Albert Rivera, que de casi tocar con los dedos la puerta del cielo se ha sumido en el valle del desasosiego
Se sumaron entonces a su causa, por lo demás incierta, esas voces que siempre surgen en estos casos. Que dictaminan quién puede y quién no puede, cómo ha de hacerse y cuándo, lo que hay que hacer y lo que no, y, por supuesto, lo que hay que decir, en qué momento y con qué entonación. Jamás tienen dudas, siempre están en posesión de la verdad y, finalmente, les ocurre lo que a ciertos caballos, que suelen tropezar más a menudo cuando el camino es liso y sin obstáculos.
Le ocurrió a Rosa Díez, a Esperanza Aguirre, a Cristina Cifuentes e incluso a Albert Rivera, que pasó del mayúsculo esplendor al más incierto de los presentes. “Hay un antes y un después”, sentenció el líder de Ciudadanos, con esa convicción que da la ignorancia, cuando la peculiar sentencia de la Gürtel. Y lo hubo, ciertamente, tanto para Rajoy, que tuvo que irse a casa, como para él mismo. De tocar con los dedos la puerta de la Moncloa a verse sumido en el valle del desasosiego, en el que ahora pena en busca de salvación.
Casado puede lograrlo. Así lo pregona ese particular coro, engreído y arrogante. Soraya es el pasado, siete años en Moncloa, dos en Cataluña, ni un capítulo de éxito en su gestión. Era pan comido. Pues bien, llegó la primera criba y ganó Soraya. Un espejismo. Arenas movedizas en el retablo andaluz. Pero eso no ocurrirá en el Congreso. Casado es el claro vencedor, el legítimo aspirante al cetro del centrismo, con el que se ganan elecciones, con el que se derrota a la izquierda, con el que se invisten presidentes. Defiende los valores del PP, su mensaje primigenio, su ideología seminal. Esta gente nunca mira lo que tienen a los pies, escruta las regiones celestes, como apuntaba Demócrito.
Además de las trapacerías de Luis de Grandes, del juego sospechoso de Fernando Maíllo, debería Casado, en este tramo final y decisivo de la contienda, cuidarse muy mucho de esa gente que nada ignora, que gobierna el mundo, que pontifica sin pausa y que revolotea en su entorno con la boca llena de vaticinios y consejas. Anuncian horizontes venturosos que indefectiblemente, ahí están sus ‘víctimas’, se agrietan y desmoronan. Dijo Lucrecio: “Es sabio quien sabe mantenerse en pie y sólo se escucha a sí mismo”.
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