Quienes tienen como propias varias lenguas y las utilizan con asiduidad pueden olvidar en cuál de ellas vieron tal película o leyeron tal libro. Sucede así porque las lenguas son códigos que cubren los mismos fines. En sí mismas, por su nombre, no son nada. Todas sirven. Lo que cuenta es conocerlas. Y poseemos las que nos tocan. Y las que tocan, sea una o más de una, se instalan en la herencia para cubrir el acceso a la comunicación en el entorno en que nacemos. Si naces en una familia vascófona, aprendes euskera y, casi al mismo tiempo, castellano. Se necesitan los dos idiomas. No sé si quien lea este artículo se sorprenderá si digo que la mayoría de las seis mil lenguas del mundo no viven solas. Son, como el vasco, insuficientes para cubrir las necesidades comunicativas de sus hablantes.
Las lenguas, sean las que fueren, merecen el mismo respeto, igual deferencia. Parece inevitable, sin embargo, acercarnos a la realidad para evidenciar que existen dos tipos de lenguas en función del servicio que nos prestan, las libres y las condicionadas. Son libres aquellas que cubren todas las situaciones comunicativas que frecuenta el hablante, al que llamamos monolingüe. Son condicionadas las que no las pueden cubrir, y por tanto solo cuentan con hablantes de dos lenguas, ambas heredadas. La mayoría de las lenguas de Europa son condicionadas. A falta de estadística precisa, no nos equivocaríamos si dijéramos que son miles de millones los hablantes del planeta que utilizan día a día dos lenguas. No quiere decir que aprendan dos, sino que las heredan, que las conocen, que las poseen.
La propiedad de una lengua es un bien natural como el color de la piel, el entramado del cabello, la altura o el modo de andar. Es difícil adueñarse de una lengua mediante el estudio porque casi nunca se acaba de aprender. Pero si se hereda, la lengua es nuestra, nos pertenece. Los miles de millones de personas que heredan dos lenguas las gozan con los mismos derechos, con la misma pertenencia, con la misma destreza, y con las dos se sienten felices y orgullosos. Una de ellas, pongamos por caso, fluye en la vida familiar, tal vez, y la otra en encuentros sociales, laborales o culturales.
Un hablante ambilingüe, además, pongamos de bretón y francés, asienta su personalidad con los dos idiomas porque ambos le pertenecen en el mismo grado
A quienes reciben una lengua en la infancia y aprenden otra en la madurez los llamamos bilingües, aunque solo la conozca para intercambiar pequeñas frases. Puede manejar un puñado de palabras que usa, pongamos por caso, para vender en una tienda de souvenirs. Parece como si la hablara, pero solo dispone, en realidad, de un trocito, de un pequeño campo de vocabulario. Quienes heredan dos lenguas, sin embargo, poseen la estructura, en manejo y la habilidad con igual o muy parecida destreza en la una y en la otra. Sugiero llamarlos ambilingües, y no bilingües, término que señala mejor que su identidad toma forma con dos idiomas. Un hablante ambilingüe, además, pongamos de bretón y francés, asienta su personalidad con los dos idiomas porque ambos le pertenecen en el mismo grado. Son, lingüísticamente, tan bretones como franceses, y a veces más franceses que bretones.
Pero en España somos distintos. Gusta quebrantar el orden, saltarse las reglas, que nos sujeten el cubata para que vean los amiguetes lo que somos capaces de hacer. Burlar los principios elementales de convivencia está de moda, y en especial las normas universales de respeto a las lenguas. Todo hay que adaptarlo a las incoherentes exigencias de quienes no desean potenciar una lengua, sino romper los cánones, acabar con el orden. A ver quién entiende de otra manera la insensatez de gastar 1,7 millones de euros para traducir de mi lengua a mi lengua. Pues eso ha gastado el Gobierno para traducir al catalán, gallego y valenciano lo que los hablantes de catalán, gallego y valenciano entienden perfectamente en su también lengua, el castellano.
Debe ser un orgullo que se tenga a bien hablar catalán en Cataluña. Quienes lo utilizan se enorgullecen de hacerlo, pero con el mismo empaque usan su otra lengua imprescindible, el castellano. Uno de los grandes logros que puede alcanzar una lengua es que a sus hablantes les guste expresarse en ella (pero no olvidemos que no existen hablantes de solo catalán, sino de castellano y catalán). No goza del mismo pedigrí el irlandés, el bretón, el vasco labortano, el catalán rosellonés, el lombardo o el ligur, lenguas en declive para las que solo un milagro podría sacarlas de su letargo.
Las diferencias orales entre el catalán de Barcelona y el de Castellón son, pongamos por caso, tan importantes y comparables a las del español de Oviedo y el de Madrid
El despilfarro y la sinrazón no acaba en la quema inútil de 1,7 millones de euros. Distingue el Gobierno central entre traductores de catalán y de valenciano, doble gasto, supongo. Las diferencias orales entre el catalán de Barcelona y el de Castellón son, pongamos por caso, tan importantes y comparables a las del español de Oviedo y el de Madrid, pero en el catalán escrito las divergencias son mínimas. Si quisiéramos dar por hecho que son dos lenguas distintas, pues así lo consideraron insignes catalanistas, tenemos un caos mayor porque la lengua valenciana se extiende por Lérida, territorio políticamente catalán. Y todavía tendíamos la variedad balear (mallorquín, menorquín, ibicenco…) pero esa, según parece, nadie la reivindica. En busca del entendimiento habría que buscar un glotónimo que significara catalán-valenciano-balear, algo así como cavabal, pero eso no está previsto.
En las escuelas de Barcelona se enseña que se habla catalán en la Comunidad de Valencia y en las Islas Baleares, pero en Castellón no se enseña que se habla valenciano en Lérida. Suelen los nombres de las lenguas inspirarse en el gentilicio, pero el Reino de Valencia nunca formó parte de Cataluña, ni siquiera en la época de Roma. Catalán, valenciano y balear, digámoslo con calma, son variantes de la lengua que los valencianos Ausias March o Joanot Martorell elevaron a la categoría de literaria durante el siglo de oro de las letras del catalán-valenciano-balear.
En España no sabemos dejar que las lenguas corran por sus cauces, que no son sino los que imponen, sin que nadie en particular lo exija, sus propios hablantes.
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