Imaginemos que usted o yo, o cualquiera, tenemos dos amigos que no se conocen. Sigamos imaginando que el primero de ellos le cuenta una historia, pero le dice que es confidencial, y usted le da su palabra de que no la compartirá con nadie. Pasado un tiempo, el segundo amigo le anuncia que tiene la intención de efectuar una serie de operaciones de naturaleza financiera y que usted, al oírlo, y por lo que le contó su primer amigo, se da cuenta de que va a cometer un tremendo error. ¿Qué hace usted? ¿Falta a la palabra dada a su primer amigo?, ¿le cuenta al segundo lo que sabe y evita que éste se equivoque?, o por el contrario ¿fiel a la palabra dada, calla, y deja, con dolor del alma, que su también amigo se estrelle?
Este es un dilema ya clásico del que se han ocupado multitud de pensadores, y la verdad es que las conclusiones son, de todo, menos concretas. Nadie da soluciones definitivas, pues mientras unos sostienen que guardando el secreto acreditas tu honestidad y el respeto a la palabra dada, otros manifiestan que, al contar lo que sabes y evitar cometer el error, estarás honrando la amistad y fidelidad de quién no deseas se equivoque. Quizá llegados a este punto deberíamos debatir, previamente sobre qué entendemos por amistad y compañerismo. Y yo me temo que este dilema intelectual, y, sobre todo, también moral y ético, lo seguirá siendo durante mucho tiempo.
Si usted quiere vender ese huerto que le produce poco ¿preguntaría a su amigo el concejal si hay alguna recalificación de terrenos prevista?
Dicen los que saben que “no hay nada más práctico que una buena teoría”. Me sumo. Por eso me gustaría que el dilema que les acabo de participar estuviese conceptualmente resuelto en uno u otro sentido. Pero no lo está. Y eso nos crea un problema grave porque, lejos de ser meramente un ejercicio intelectual, la importancia de tener información, o de no tenerla, es algo que constatamos todos los días en nuestra vida cotidiana. Continuemos imaginando. Piense que usted o yo o cualquiera es propietario de un huerto de dudosa rentabilidad, en cualquier término municipal de nuestro país. Persevere en esa ficción inacabada que le lleva a tener un pariente, y además amigo, que es concejal de urbanismo de ese pueblo. Si usted quiere vender ese huerto que le produce poco ¿preguntaría a su amigo el concejal si hay alguna recalificación de terrenos prevista en esa zona lo que le pondría en un compromiso? Y su amigo, si supiera que Vd. quiere vender, ¿le advertiría a tiempo de esa posible recalificación? ¿Qué espera que hiciera su amigo? O situémonos en otra esfera: suponga que es usted. un alto ejecutivo de una gran empresa que sabe que, en los próximos quince días, se va a ultimar una operación que multiplicará por diez su valor en Bolsa. ¿Avisará a sus amigos, aunque solo sea a los íntimos, para que compren, o no vendan, sus acciones?
Casi seguro que todos nos hemos encontrado con problemas similares, y al menos yo, no tengo respuestas concretas. No me equivoco si digo que todos pensamos lo difícil que es generalizar, y que deberíamos analizar cada caso concreto y decidir en función de un más profundo conocimiento Puede que sí, pero el problema está en las diferentes circunstancias que en cada caso sea preciso analizar.¿De qué podemos estar hablando? ¿De lo que puede ganar o perder el afectado por la información? ¿O del precio de esa información? El que tiene la información, ¿espera algo a cambio de facilitarla y darnos la oportunidad de un beneficio? ¿O es el necesitado de la información quien debe propiciar el que nos la dé? ¿Y cómo debe hacerlo? ¿Qué argumentos debe emplear?. ¿Es lícito que ofrezca algo a cambio?, ¿con qué derecho? Poco a poco nos vamos adentrando en una cuestión muy resbaladiza, y que cuanto más ahondemos en ella más compleja resulta comprender la solución buscada. El problema es otro. Puedo considerarme moralmente legítimo poseedor de una información recibida de alguien que ha confiado en mi discreción.
Cuando uno es consciente del devenir de la acción política en nuestro país, “se le cae el alma a los pies”, y se da cuenta de que hay gente que se aprovecha de esas “circunstancias”
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Hay una vieja norma ética, no escrita, fundamental en política, que dice que “en una democracia, lo que no se puede decir no se puede hacer”. Los que somos un poco ingenuos y queremos seguir siéndolo, la hacemos nuestra, pero cuando uno es consciente del devenir de la acción política en nuestro país, “se le cae el alma a los pies”, y se da cuenta de que hay gente que se aprovecha de esas “circunstancias”, o las crea ad hoc persiguiendo algún fin espurio. Es entonces cuando uno no puede menos que acordarse de cierto político, un poco cínico él, en la época de la transición, que decía aquello de que “hay cosas que no se hacen; que si se hacen, no se dicen; y que si se saben, se niegan”. Y yo añadiría que hasta que llega el momento en el que ya no se pueden negar, y la evidencia nos desconcierta a todos.
No sé por qué le he puesto a este artículo el título de “Tráfico de influencias”. Supongo que habrá sido por alguna asociación de ideas. Pero sería bueno que, de vez en cuando, en esos momentos en los que no tenemos nada que hacer, nos distrajéramos un poco pensando en todas estas cosas. Porque, aun cuando no queramos profundizar en ellas y, seamos sinceros, porque no queremos hacerlo, son cosas que suceden continuamente, pero ello no debemos resignarnos a aceptarlas como algo propio de la sociedad irremediablemente imperfecta en la que vivimos. En nuestras manos está el que no pasen.
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