Los mensajes de Puigdemont a Comín desvelan el decaimiento de un espíritu cobarde y hueco, hastiado de un ocio burgués que conoce su fecha de caducidad. En ellos se palpa la traición, el fracaso y el éxito del marianismo. Este sainete tiene dos actos. Ahí van.
La invasión de los botifler
La exaltación del procés en 2017 tapó las heridas abiertas durante años entre los partidos independentistas. Parecía que olvidábamos las zancadillas de aquel CiU de Artur Mas al tripartito del PSC de Pascual Maragall con ERC e Iniciativa per Catalunya, que se repitieron cuando Montilla presidió el “Govern d’Entesa” con los de Carod Rovira, y eso que buscaban un nuevo Estatuto.
La enemiga entre convergentes y republicanos alcanzó niveles épicos, mientras la CUP aprovechaba para nacer, crecer y multiplicarse. Esta fiel copia de Batasuna, con una actividad y discurso anarco-trotkista, de la nueva ola nacionalpopulista, acabó rodeando el Parlament en 2013, cuando gobernaban los convergentes. Los Mossos eran entonces la “policia feixista” -según los cuperos-, al tiempo que los helicópteros se dedicaban a salvaguardar la integridad física de los consejeros escracheados.
El 21-D fue la eclosión del arte del marianismo: si no puedes ganar, no dejes que los demás lo hagan
Pero hete aquí que el odio común al “no-pueblo”, a los que no aceptaban la obligatoriedad del nacionalismo, unió a los independentistas en un único proyecto: el procés. Eso congeló rencores y cerró navajas que permitieron el golpe de Estado del 6 y 7 de septiembre y el referéndum falso del 1 de octubre. Aumentaron entonces las acusaciones de “botifler”, las purezas de sangre étnica y cultural, y las coreografías norcoreanas de gritos y banderas.
Pero el botifler, el traidor, era el otro, el españolazo, el constitucionalista, el europeísta que cree empobrecedora y tonta la idea de la reconstrucción aislada de la comunidad imaginaria. Hoy es otra cosa. Las negociaciones a cara de perro para declarar la República catalana de los ocho segundos descongelaron el odio mutuo e hicieron brillar las navajas. Las caras de decepción de aquella jornada, de la gente que esperaba al moisés catalán con las tablas republicanas, han pasado a la historia.
A eso se sumó el fracaso en las urnas, que podría haber sido mayor si Arrimadas hubiera sido consecuente con su campaña electoral y con la amenaza golpista, y se hubiera postulado en la noche del 21-D para formar gobierno. A pesar de este error, el resultado de las urnas minó el discurso supremacista de un “sol poble”.
El golpe de gracia fue que mientras unos eran encarcelados otros huían a Bruselas a seguir disfrutando de una vida de lujo. Las payasadas y los lazos amarillos no compensaban el martirologio independentista, al punto que Tardá indicó a Puigdemont la conveniencia de sacrificarse por la causa. La brecha entre supremacistas se amplió cuando Roger Torrent, republicano elegido para soportar la carga carcelaria, flaqueó y no abrió sesión del Parlament. Todos se convirtieron en botifler, señalándose unos a otros a gritos, con el dedo índice en ristra a modo de la vieja película “La invasión de los ladrones de cuerpos”.
El marianismo, de moda
Los populares de Rajoy han sido acusados de no hacer nada. Galbana, molicie, pereza, vagancia, indiferencia, dejadez, y no sé cuántas cosas más, servían a los críticos para describir la política del presidente. Había dejado a los independentistas tomar posiciones para el golpe, echando a fiscales y jueces por delante para evitar el enfrentamiento. A las amenazas y chulerías separatistas, Rajoy había hecho oídos sordos.
Esa desidia era la demostración de que había abandonado el centro-derecha, los principios y valores del liberalismo conservador, para abrazar la nada con sifón. Tecnocracia y consenso socialdemócrata, poco más. Cierto. Tan verdad como que no mostró ningún entusiasmo ni firmeza en la aplicación del artículo 155, lo que era su obligación, y permitió que Ciudadanos y el PSOE le impusieran el alcance de dicha medida y la fecha electoral.
Por supuesto, las fuerzas independentistas, sumadas, consiguieron el 21-D un resultado con el que formar gobierno, amén del apoyo de unos Comunes proclives a todo aquello que rompa el Estado. Los de Arrimadas subieron, pero no lo suficiente porque en esas condiciones solo podían sumar lo que se restara del PSC y del PP. El colapso institucional como forma de supervivencia política ya estaba funcionando. Aquello fue la eclosión del arte del marianismo: si no puedes ganar, no dejes que los demás lo hagan.
Las payasadas y los lazos amarillos no han logrado compensar la imagen demoledora de Junqueras en la cárcel y Puigdemont paseando en Bruselas
Ciudadanos ha pasado del centrismo al marianismo. Ya en el Congreso de los Diputados se ha convertido en el partido más abstencionista, ya que casi en un tercio de las votaciones ha preferido no opinar y que así salgan adelante las propuestas de la oposición. La actuación en la Asamblea de Madrid, donde Cifuentes tiene el “apoyo” de Ignacio Aguado, es igual o peor: ha votado veinte proposiciones no de ley de Podemos y del PSOE; es decir, en siete de cada diez ocasiones se ha sumado a la izquierda.
Esta estrategia que ha adoptado Ciudadanos desde 2015 de tirar por elevación, pero socavar el fondo, de abstenerse para no mancharse, de apoyar al gobierno, pero sentarse con la oposición, conjuga perfectamente con la decisión tomada la noche del 21-D de no postularse a la investidura y dejar la iniciativa a los independentistas.
Podía haber tomado el camino de compensar a los que salieron del armario político para partirse la cara con el supremacismo, presentar batalla y demostrar que hay otra Cataluña. Porque esto fue lo que hizo que Ciudadanos recogiera votos del PP y del PSC, no el frío cálculo aritmético. Están dejando hacer, al estilo marianista, esperando el previsible error de los otros.
Mientras, todo colapsado, pendientes de la guerra civil entre golpistas y de la decisión de unos juristas que interpreten el reglamento. El “pla Moncloa triomfa”, que ha escrito Puigdemont.
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