Da igual que seas liberal, conservador, progresista, nacionalista de alguna bandera o ideológicamente inocuo. No importa a quién votes ni qué pienses sobre el pacto para derogar la reforma laboral que tanto ha animado el cotarro esta semana o sobre la vuelta del fútbol que anunciaba Pedro Sánchez en su homilía sabatina. Cualquiera en su sano juicio pensará, si antes se detiene y pone a carburar la mente, que la obligación de llevar mascarillas es una gigantesca sandez.
Soy partidario de las restricciones de movilidad que nos han impuesto durante estos meses. Estaba y está en juego un bien superior, que es la salud pública de todos los que poblamos este país esencialmente plural. Este mismo sábado viajamos en coche junto a mi suegro -en nuestra fase 1 mejorada es posible hacerlo- y todos llevamos las mascarillas puestas. Cuando voy por la calle me indigno al ver ciertas terrazas porque percibo demasiada relajación, como si esto ya estuviera hecho, y temo que podamos ir a un rebrote de la epidemia. Lo mismo me pasa cuando recibo fotos o vídeos de determinados lugares donde parece que todo se ha acabado. Tanta inconsciencia es peligrosa.
Quiero decir con estos datos y apreciaciones personales que no soy precisamente sospechoso de falta de cuidados para evitar el contagio. Pero resulta que hay decisiones que resultan intolerables desde cualquier óptica. Una cosa es el estado de alarma, otra el confinamiento derivado, ambas justificables para combatir la pandemia, y otra bien distinta es cargarse la seguridad jurídica y los derechos de los ciudadanos. Durante todo este extraño período, los gobernantes, que no lo tienen nada fácil, todo hay que decirlo, deben conjugar la protección de la salud con la libertad del pueblo. El equilibrio es complicado. Por eso se han dado muchas de las contradicciones (trabajos "esenciales", paseos de niños, rebajas sí o no, etc) que hemos visto y padecido.
¿Quién es un gobierno, sea de PSOE y Podemos o de PP y de Vox, esa el color no es la cuestión, para decidir cómo tiene que ir vestida la gente? ¿Nos hemos vuelto tarumbas?
Pero lo de las mascarillas, esas que hace unas semanas no recomendaban las mismas autoridades que ahora nos obligan a llevarlas, no se olvide, es infumable. ¿Quién es un gobierno, sea de PSOE y Podemos o de PP y de Vox, esa el color no es la cuestión, para decidir cómo tiene que ir vestida la gente? ¿Nos hemos vuelto tarumbas? Un gobierno podrá recomendarnos, aconsejarnos, informarnos, prevenirnos o incluso aleccionarnos. ¿Pero obligarnos? Ya puestos, ¿por qué no un traje de astronauta obligatorio? ¿O un casco de moto? ¿O uno de esos burkas que someten a las mujeres como si fueran propiedad privada de sus machos?
Si hablamos de esas otras prendas, nos parece inconcebible, pero con las mascarillas cedemos. ¿Por qué? Porque el miedo nos carcome y nos domina.
El punto clave de este embrollo, además, es otro: la gratuidad. Si con esta obligación lo que está en juego es la salud de todos, si todos tenemos tan claro la enorme crisis económica que se nos echa encima y si el Gobierno está comprando mascarillas a tutiplén, lo mejor sería repartirlas masivamente entre los ciudadanos para salvarnos y, de paso, evitar que muchos hagan negocio. ¿Cuánto ganan los intermediarios que nos las venden? ¿Qué empresas se están forrando con la fabricación y distribución?
Lo que ha pasado es como si mañana, ante una gigantesca oleada de catarros y gripe producidos por el frío, nos obligasen a salir a la calle con un anorak, un gorro y una bufanda, pero nos dijeran que fuéramos a comprarlos al Corte Inglés. O como si hubiera una igualmente gigantesca ola de calor que causase incontables casos de insolación y nos obligasen a llevar un sombrero de paja, pero nos las tuviéramos que apañar para conseguirlos en los chinos del barrio.
El despropósito de las mascarillas es de tal calibre que, en el fondo y para colmo, no son obligatorias. Su uso es en la práctica una cuestión meramente subjetiva que decide cada ciudadano según le parezca
Esto va a sonar contradictorio con toda la indignación anterior, pero el despropósito de las mascarillas es de tal calibre que, en el fondo y para colmo, no son obligatorias. Me explico, la orden del BOE que lo regula sí habla de "uso obligatorio de mascarillas en personas de seis años en adelante". Pero añade que en todos los casos se tienen que poner "siempre que no sea posible mantener una distancia de seguridad interpersonal de al menos dos metros". ¿Cómo se decide si se puede mantener o no esa distancia? ¿Quién lo va a medir?
Ergo, en realidad, su uso es una cuestión en teoría obligatoria pero en la práctica meramente subjetiva que decide cada ciudadano según le parezca. Por eso se han incluido tantas excepciones. Y por eso no habrá demasiadas multas por no llevarlas. Sólo se denunciará en los casos más flagrantes y ya veremos si esas multas luego prosperan o se quedan en agua de borrajas.
La paradoja es que digo todo esto pese a que casi siempre me pongo la dichosa prenda que me agobia y me hace sentirme como Darth Vader. Me parece lo más responsable. Pero, aunque suene contradictorio, para mí lo justo es defender también a los inconscientes que no quieran ponérsela. Ya saben aquello que dijo Orwell: "Si la libertad significa algo, será el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír".
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