Opinión

¿Transfuguismo o responsabilidad?

En las sociedades que no han conocido la libertad política en su esencia y cuyos partidos políticos están férreamente dominados por sus cúpulas, existe un término que siempre me ha llamado la atención: el transfuguismo.

En estas sociedades enfe

En las sociedades que no han conocido la libertad política en su esencia y cuyos partidos políticos están férreamente dominados por sus cúpulas, existe un término que siempre me ha llamado la atención: el transfuguismo.

En estas sociedades enfermas, también llamadas partidocracias, se acuñó el término para dar un cariz peyorativo a algo que, incluso en estos mismos regímenes políticos, es perfectamente legal.

Las partidocracias son anomalías ocultas bajo un sistema aparentemente representativo y democrático. Ocurre cuando la forma de gobierno es parlamentaria y cuando el sistema electoral es el proporcional de listas cerradas. Obviamente, es el caso español.

Tal ha sido la obsesión por camuflar su naturaleza desde los inicios de la democracia de masas que solo la teoría política alemana de principios del siglo XX se atrevió a legitimar a las partidocracias, llamándolas Estados de partidos. Los Leibholz, Schmitt, Kelsen, etc., tuvieron para ello que sustituir el concepto liberal y burgués de la representación, en el que ya no creían, por el de la identidad. Quisieron demostrar que, en las sociedades de masas, lo mejor era que los votantes renunciasen a tener representantes que respondieran personalmente ante ellos, por el carácter aristocrático que encerraba, como detalló Bernard Manin, para pasar a identificarse colectivamente con los partidos. De esa manera, se generaba una suerte de democracia plebiscitaria, llegando a afirmar que ese hubiese sido el sueño de Rousseau.

Si el representante del pueblo y de la nación no vota lo que su jefe de partido le ordena, además de no volver a pisar el Parlamento en futuras legislaturas, adquiere mientras tanto el sambenito de tránsfuga

Por supuesto, esto dejaba al Parlamento en pañales. A través de este sistema, como se encargó Robert Michels de demostrar en su teoría de “La ley de hierro de las oligarquías”, las cúpulas que se hacen con el control de los partidos políticos controlan también el Estado. La fuente de su poder reside en que el sistema proporcional permite que sean ellas las que confeccionan las listas electorales, convirtiendo a los parlamentarios en auténticos siervos y al Poder legislativo en una alfombra del partido o coalición más votada.

Tan anquilosada se encuentra esta anomalía, tan ajena es su naturaleza a la libertad política, que para legitimarla se inventó el término transfuguismo. Se aplica a aquellos representantes del pueblo que actúan de acuerdo con lo que la democracia representativa y toda Constitución les exige: es decir, votar en conciencia, responsablemente, teniendo en cuenta el programa electoral con el que se presentaron a las elecciones, los intereses de sus votantes y, cómo no, los de la nación a la que representan y por la que se constituyen en Poder legislativo.

Bajo esta patología de la democracia, si el representante del pueblo y de la nación no vota lo que su jefe de partido le ordena, además de no volver a pisar el Parlamento en futuras legislaturas, adquiere mientras tanto el sambenito de tránsfuga. Aunque actúe respetando escrupulosamente el programa electoral con el que su partido se presentó a las elecciones. Aunque lo haga a favor de lo que cree -e incluso sabe- que sus electores querrían que hiciera. Aunque lo realice en defensa de su nación frente a sus enemigos, porque sí, otra anomalía, esta única en el mundo occidental, que tiene el sistema político español es que en el Parlamento de España habitan los peores enemigos de nuestro país. Y, además, condicionan sus gobiernos para destruirlo.

La deriva de pactar con los enemigos de España ha llegado a tal extremo, que la nación se encuentra ante el que es, seguramente, el mayor problema que ha tenido desde la muerte de Franco. El oportunismo y el egoísmo de los oligarcas anteriores no les dejó ver que llegaría un momento en que la siguiente moneda de cambio del chantaje del independentismo no se podría pagar. Nadie quiso imaginar que los resortes y garantías de su propia integridad y la unidad política que de ella deriva, un día saltarían por los aires. No era muy difícil intuirlo, bastaba con atesorar la buena voluntad de entrever que, al final del último peaje posible y al comienzo del primer chantaje imposible de pagar, se pudiera encontrar un nihilista. Lo tenemos hoy en La Moncloa y, si no lo remedia nadie, va a seguir estando cuatro años más.

Lo que hicieron las Cortes franquistas en el 76 no se repetirá. Nadie cuyo sustento dependa del jefe de su partido se va a hacer el harakiri posicionándose contra él

Con estos antecedentes, es fácil suponer que ningún diputado socialista vaya a hacer, motu proprio, un movimiento de carácter individual contra la inminente coalición gubernamental formada por todos y cada uno de los enemigos de España. No se trata de pedir grandeza a aquellos colocados en un Parlamento alfombra. Lo que hicieron las Cortes franquistas en el 76 no se repetirá. Nadie cuyo sustento dependa del jefe de su partido se va a hacer el harakiri posicionándose contra él. Salvo, claro está, que se le presente y garantice un mejor futuro. Porque, nadie se engañe, los jefes de los partidos políticos en las partidocracias no concitan simpatías entre los suyos. Concitan intereses.

Ahí entra necesariamente el Partido Popular. La política, decía Maquiavelo, es la lucha por el poder. Basta con que Feijóo proponga, por mediación de las personas adecuadas, a seis o siete diputados socialistas formar gobierno con él, ofreciéndoles siete ministerios, una vicepresidencia, un programa liberal y socialdemócrata con líneas rojas recíprocas y una presidencia rotatoria de 2,5 años para el PP y 1,5 para el PSOE, para que la fórmula cuente con probabilidades de éxito.

Los diputados, a quienes llamarían con toda seguridad tránsfugas, no deberían preocuparse por su futuro. Cuatros años de gobierno y siete ministerios darían a los titulares de las carteras tiempo suficiente para deshacerse del sanchismo, controlar el partido y volver a la senda constitucional. Si, a todo lo anterior, Feijóo y los siete magníficos tuvieran el arrojo de unir la reforma de la ley electoral para que esta situación de extrema gravedad nacional no volviera nunca a ocurrir, se habrían ganado un lugar especial en la historia de España.

Pese al estruendo mediático que generaría el sanchismo, el populismo bolivariano y el independentismo, la propuesta se enmarcaría con tintes dorados en la mejor tradición democrática. Romper la disciplina de voto para defender el programa y la nación es, para un parlamentario, una exigencia moral sin la cual no se puede comprender el concepto de representación política.

Lo que es ilegal a todas luces es votar obedeciendo el dictado del jefe, sencillamente porque la Constitución prohíbe el mandato imperativo

Por supuesto, también sería legal porque así lo prescribe la Constitución española en sus artículos 2 y 67.2. El primero estipula que la nación española es una e indivisible, precisamente lo que Sánchez va a poner en riesgo con su nuevo pago al independentismo. El segundo exige al diputado actuar responsablemente, de acuerdo con lo que representa, es decir, sus votantes y su país. Lo que es ilegal a todas luces es votar obedeciendo el dictado del jefe, sencillamente porque la Constitución prohíbe el mandato imperativo. Aunque suene extraño, debido a la ingente cantidad de propaganda que la partidocracia ha vertido desde hace años, lo ilegal no es el transfuguismo, sino la disciplina de partido.

Y, además, la acción sería legítima. Si aceptamos la definición sociológica de legitimidad como el consentimiento de la sociedad hacia el poder, comprobaremos que, a tenor de la reciente encuesta de NC Report, un 68,7% de los ciudadanos y un 54,5 % de los votantes socialistas no quieren que Sánchez pague con la unidad de España el chantaje del independentismo.

Por eso el sanchismo ya ha salido a abortarla antes de que tome cuerpo, porque sabe que es legal, legítima y, lo que es peor para ellos, perfectamente posible. Basta con una buena dosis de audacia.

¿La tendrá Feijóo? Gestionar bien un país no es fácil, pero se pueden encontrar muchas personas aptas para ello. Sin embargo, en momentos como el nuestro se define la piel de un hombre de Estado.

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