Carretero, mi padre, tenía un cabreo terrorífico aquel domingo, 4 de julio de 1976, cuando armábamos las mesas de aluminio para comer todos juntos en la piscina, bajo los plátanos de sombra, a resguardo del calor. Echaba chispas mi padre. Estábamos los Péreces, los Zoris, los Suárez, ya no puedo recordar si alguien más. Unos veinte, entre padres e hijos. Había tortilla de patata, ensaladilla de mi madre (la mejor ensaladilla rusa de la historia de la humanidad, no admitiré la menor discusión sobre eso), croquetas, empanadillas, filetes rusos, bonito con tomate, esas cosas que comían las familias numerosas en las piscinas de los años 70. Todos, chicos y grandes, en bañador o cosa que lo valiese. Pero mi padre estaba desquiciado:
–¡Pero quién es ese! ¡Otra vez igual! ¡Pero a quién ha puesto ahí ese hombre!
Y blandía el periódico como si fuese una cimitarra.
“Ese” era un chaval de 43 años que se llamaba Adolfo Suárez, que había sido secretario general del Movimiento (un absurdo metafísico: un movimiento que no se movía en absoluto) y al que el joven rey Juan Carlos acababa de hacer presidente del Gobierno. Todo había ocurrido después de una conspiración shakespeariana diseñada por Torcuato Fernández-Miranda en la que el Rey había aceptado la dimisión del anterior presidente, Arias, después de agarrarle por las solapas para que se largase de una puñetera vez. Pero esto no lo sabía, entonces, nadie. Mi padre no podía ni imaginar que acababa de comenzar la Transición y que el franquismo se desplomaba. La impresión general era justo la contraria.
El Rey, Suárez, Torcuato, Carrillo y algunos más, tampoco tantos, desmontaron el armatoste político del franquismo a una velocidad de vértigo
Hoy es muy frecuente que aquello se ignore, se olvide o se tergiverse deliberadamente. Mucha gente, y no solo los que entonces no habían siquiera nacido, parece convencida de que el franquismo ha durado hasta hoy, que no ha cambiado nada, que seguimos oscurecidos por la enorme sombra de aquel señor bajito y que él mismo, el dictador, sigue por ahí dando órdenes con su vocecilla. Es decir, que la Transición fue un fraude, una prestidigitación, una burla que nos creímos todos.
Quien dice eso, una de dos: o no ha vivido jamás bajo una dictadura, lo cual está muy bien, o bien padece una amnesia selectiva y retroactiva causada, imagino, por infecciones en la ideología política. Lo cual no está nada bien.
Hubo varias transiciones, no todas iguales ni de la misma duración. La política, que fue la más arriesgada, fue también la más rápida. El Rey, Suárez, Torcuato, Carrillo y algunos más, tampoco tantos, desmontaron el armatoste político del franquismo a una velocidad de vértigo. Eso exigió el sacrificio de muchas personas, entre ellas el propio Suárez, y de muchas cosas, como aquel partido-burbuja, la UCD, en el que se refugiaron rapidísima y tumultuosamente muchísimas personas del régimen anterior que pretendían salvar su posición, sus cuotas de poder, su bienestar. Comenzaron a llamarse a sí mismos “demócratas” (y algunos lo eran de verdad o llegaron a serlo) mientras se cambiaban apresuradamente de chaqueta y hasta de la célebre camisa que tú bordaste en rojo ayer.
Fue un fenómeno migratorio que recuerda muchísimo al que acaba de vivir el partido de Rivera, Ciudadanos. Una gran multitud sintió vértigo, o miedo al vacío, o notó que el suelo se abría bajo sus pies, y salieron corriendo en busca de una sombra más segura. Al mismo tiempo, Manuel Fraga obró el inaudito prodigio de convencer a la tropa de los irreductibles (menos numerosa pero con gran poder en la Administración) de que el inamovible “Movimiento” debía cambiar de piel, como hacen los ofidios, para convertirse en un partido conservador que se llamaría Alianza Popular. Aquellos inasequibles al desaliento echaron un vistazo a sus carteras y decidieron creerle. Eso ha impedido hasta hoy que en España haya un partido fuerte y poderoso de extrema derecha, algo que sí sucede en prácticamente toda Europa.
Es un disparate afirmar que el franquismo sigue vivo después de, entre otras minucias, catorce años ininterrumpidos de gobiernos socialistas
La transición militar concluyó con el fracaso del 23-F y con la entrada en la OTAN. Por primera vez en dos siglos, el ejército dejó de ser una amenaza para la población y un “poder fáctico” con el que había que contar para casi cualquier cosa. El franquismo sociológico y el económico siguieron las leyes darwinianas de la evolución de las especies: o mutaron en otra cosa parecida (pero otra), o se quedaron aislados en reservorios de clientelazgo y corruptelas de mayor o menor tamaño, o acabaron extinguiéndose. Sencillamente, no es posible afirmar que el franquismo sigue vivo después de catorce años ininterrumpidos de gobiernos socialistas, entre 1982 y 1996. Eso es un disparate, se pongan como se pongan los revisionistas de la historia.
Dice ahora Carretero (y yo creo que tiene razón) que la democracia no es solo un sistema político sino una forma de vivir. Y que esa transición, la del convencimiento, la de la costumbre o los hábitos democráticos, no la hemos terminado todavía. Ni la terminaremos, añado yo, mientras los alevines de la derecha, que no habían nacido cuando mi padre se enfadó tanto aquel día en la piscina, sigan sintiéndose hijos o nietos, o legatarios, o sucesores, o herederos emocionales de los vencedores de la guerra civil. Y en el campo contrario, más o menos igual. No la terminaremos –dice mi padre– mientras la derecha, cada vez que pierde el poder, siga comportándose como si le hubiesen robado algo que es suyo y de nadie más, por derecho de sucesión histórica. No la terminaremos, en fin, mientras siga habiendo abuelos o bisabuelos en las cunetas.
No la terminaremos, en fin, mientras sigamos repitiendo la tontería de que Franco sigue vivo y no digamos lo mismo de Cánovas, del general Narváez, de Felipe V (algunos catalanes también piensan que este no se ha muerto) o de Viriato, caudillo lusitano. Porque también todos estos, y muchos más, dejaron su olor en nuestra historia. Pero no nos obsesionan ni salen todos los días en los periódicos. Menos mal. Con una obcecación yo creo que tenemos más que suficiente.