Opinión

Trapero y los sonámbulos

He seguido con atención, señor Trapero Álvarez, su declaración ante el Tribunal Supremo, en este nuevo juicio que a mucha gente le parece un plato servido con esmero pero cocinado

He seguido con atención, señor Trapero Álvarez, su declaración ante el Tribunal Supremo, en este nuevo juicio que a mucha gente le parece un plato servido con esmero pero cocinado con las sobras del anterior. Me interesa usted. Me interesa mucho, despierta en mí una viva curiosidad y ya le adelanto que yo mismo me sorprendo al darme cuenta de lo bien que me cae. Me pasa con numerosos personajes de Shakespeare.

Su biografía, que cualquiera puede encontrar en menos de cinco minutos hozando un poco por internet, contiene algunos datos llamativos. Nació usted en Santa Coloma de Gramanet, entonces un barrio obrero y deprimido, pero su familia procede de Valladolid: allí su padre, Lino, que falleció hace unos diez años, era taxista. Su apellido, que aparece ya en la Baja Edad Media, está casi por toda España, pero sobre todo en la Andalucía central y en La Mancha.

Habla usted poco. No porque no sepa –se expresa con impecable corrección– ni porque le falte voz, que la tiene espléndida, sino porque no quiere. No le gustan las cámaras, el protagonismo, la atención de los medios; odia que le metan los micrófonos en la boca, algo que a muchos de sus jefes nacionalistas catalanes parece provocarles placenteras ebulliciones inguinales pero que a usted le pone enfermo, porque tiene la clara conciencia de que ese no es su trabajo ni está usted para decir chorradas.

Después de mucho observarle he llegado a una conclusión que puede parecer de Perogrullo: es usted un policía vocacional. Aún más: un policía vocacional democrático. Cree en lo que hace. Estudió Derecho después de hacerse policía, lo cual quiere decir, si lo uno le llevó a lo otro, que tiene usted una clara conciencia de servidor público y también, por lo mismo, de servidor de la Ley. Se ha especializado en la lucha contra el crimen informático, el blanqueo de capitales y la financiación del terrorismo; es decir, en la delincuencia de dimensiones internacionales. Quizá por eso estuvo una temporada en Estados Unidos, formándose en la aplicación de la ley en América latina, con el FBI. Así que algo de inglés sabrá, digo yo.

El valor que más cuida, busca y respeta es la lealtad personal. Tiene muy pocos amigos pero son de los de toda la vida, lo mismo que su mujer. Le gustan los animales, la montaña, el frío y Serrat. Gracias a su talento, a su inteligencia y a su dedicación profesional, que nadie discute, fue usted ascendiendo en la jerarquía de los Mossos d’Esquadra, pero eso de quedarse en los despachos tampoco es la ilusión de su vida: más de una vez, siendo ya jefazo, siguió y detuvo personalmente a algún delincuente. Pero está claro que no ascendió solamente por su valía. Le ayudaron otros. Y ahora veremos por qué.

Resumamos: seco más que serio, profesional, trabajador, leal a sus amigos, estudioso y defensor de la ley, ajeno a protagonismos y, al decir de quienes le conocen bien, una buena persona. 

Es decir, es usted un tipo peligrosísimo.

Porque las buenas personas, señor Trapero, tienen la maldición de atraer a quienes no lo son en absoluto. Eso es lo que le ha ocurrido a usted. Las malas personas, en el fondo de su corazón, suelen buscar no compañeros sino confidentes; no consejeros sino compadres, y no amigos sino cómplices. El método más usual para convertir a un tipo honesto en un candidato a canalla es favorecerle (cuando es posible); es decir, otorgarle puestos o prebendas o enchufes o momios que al interesado le cuesta un gran trabajo rechazar, porque se le otorgan en virtud de la proclamada (en privado) admiración personal, de esa justicia romántica que está por encima de las normas (“te voy a poner a ti ahí porque puedo y porque tú vales mucho más que otros que están por encima, chaval”), de la presunta amistad que comparte con él quien, en realidad, le está poniendo un cepo en el tobillo, le está neutralizando, le está corrompiendo.

Las confidencias

Sucede lo mismo con las confidencias. La frase que comienza con un “te voy a contar un secreto pero, por favor, no se lo digas a nadie” casi nunca es una muestra de amistad, aunque lo parezca: más bien es un lazo que atrapa a quien el cotilla hace depositario de ese secreto. De nuevo se está creando un cómplice involuntario. Y esa frase suele tener, cuando la relación personal se rompe, una segunda parte: “Si yo os contara lo que sabe ese…”. Claro, hombre, cómo no lo va a saber. Si se lo has contado tú, sinvergüenza.

Si mi percepción es cierta, ha tenido usted la malísima suerte, señor Trapero, de ser una persona honesta en medio de una turba de sonámbulos. Sí, he dicho bien. Déjeme que le copie un párrafo del filósofo francés Nicolas Grimaldi: “Aunque todos sus movimientos tienen lugar en la realidad, lo que caracteriza a los sonámbulos es perseguir un sueño. Ahora bien, se trata de un sueño que les hace percibir la realidad en que se mueven como si no existiera, de tal modo que la ficción por la que se sienten fascinados se les antoja la realidad indiscutible. Y es que los sonámbulos son como unos alucinados. Creen percibir como real lo que tan solo imaginan. Viven lo irreal como algo incuestionablemente real, mientras que la realidad no es nada para ellos (…) Tanto el sonámbulo como quien sueña están dormidos. La única diferencia entre ellos es que el soñador vive sus aventuras sin moverse de la cama, mientras que el sonámbulo lleva a cabo de manera práctica, en lo real, aquello que está soñando”.

Grimaldi habla de fanáticos, como es obvio. Usted se vio en el medio de un fuego cruzado de lealtades sonámbulas. En la pantomima del “referéndum” del 1 de octubre de 2017, muchos acusaron a los Mossos –le acusaron a usted– de pasividad deliberada, de inoperancia. Eso atrajo sobre su cabeza el odio africano de miles de personas contrarias a la independencia. Pero usted tenía preparada la detención de Puigdemont si se lo pedía un juez (algo que no ocurrió), porque sabía que lo que se estaba haciendo era ilegal. Eso, al saberse, ha atraído sobre su cabeza el odio de los independentistas. Su cabeza, pues, se ha convertido en un pararrayos para odios de todas partes, aunque no sería correcto decir que se trate de odios esencialmente distintos: todos se parecen bastante. Usted, que se lo pasó tan ricamente cocinando una paella con Puigdemont y cantando con él y otros amigos canciones de Serrat (ahí está el vídeo que hizo público Pilar Rahola), sostiene con toda claridad que la vía unilateral a la independencia le parecía una barbaridad. Usted cree que una cosa no quita la otra. El problema es que solamente lo cree usted.

No ha tenido amigos entre sus jefes, señor Trapero. Ha tenido compadres que trataron de hacer de usted un compinche"

No ha tenido amigos entre sus jefes, señor Trapero. Ha tenido compadres que trataron de hacer de usted un compinche, un estómago agradecido, un cómplice. Está claro que los sonámbulos no consiguieron su propósito y ahora le llaman traidor. Y “desotra parte en la ribera”, como decía Quevedo, le acusan de sedición y el fiscal pide para usted once años de prisión y otros tantos de inhabilitación profesional, porque le consideran último responsable de la monumental comedia del 1-O. Yo creo que la cárcel sí la aguantaría bien, porque tiene usted madera de estoico. Pero la inhabilitación, el que quedase vencedora la tesis de que usted no cumplió con su obligación y que es un mal policía, eso sí le haría verdadero daño.

Me recuerda usted a Juana I de Castilla, aquella mujer a la que había que apear del trono como fuese porque estorbaba a todo el mundo, empezando por su marido y siguiendo por su padre y su hijo. La declararon loca y la encerraron en un castillo de Tordesillas. A usted, que desde que lo apearon de la jefatura de los Mossos va todos los días a trabajar a su despacho y no habla ni con su sombra, lo lapidarán mediáticamente en cuanto salga la sentencia, diga esta lo que diga. Todos. Los hunos y los hotros, que decía Unamuno. Porque el sonambulismo, que nunca fue contagioso, parece haberse convertido en una epidemia en la que nadie parece soñar más que con su propio fanatismo.

Humildemente le deseo buena suerte, señor Trapero. La va a necesitar. Esto, por desgracia, es algo frecuente en las buenas personas.

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