Regresar a Comala en vacaciones se hace obligatorio, aunque eso implique desafiar la nostalgia, esa canalla que aguarda detrás de cada esquina para rescatar lo que sucedía en los años irrepetibles. Los más dulces y despreocupados. Los de esa infancia que en la adultez se recuerda entre fotos descoloridas, sillas vacías y edificios ennegrecidos.
El retorno de este año fue agridulce. Las agujas del reloj marcaban las seis de la tarde cuando los periódicos locales se hacían eco de un triple asesinato, que había sucedido a tres calles del hogar, en el barrio de La Rondilla de Santa Teresa, en Valladolid.
Aquel es un lugar tranquilo, con una población envejecida que, hasta su jubilación, se empleó, en buena parte, en las plantas de Renault o de Michelin... o en los comercios del centro de la ciudad, al que se llega a diez minutos. Criaron a sus hijos en los 80 y los 90, sufrieron la heroína y las transformaciones de Renault... y cuando llegaron los 2000 se enfrentaron a duras negociaciones con los vecinos de los pisos bajos para añadir un ascensor a sus edificios para poder pasar una vejez decente.
El barrio se extiende sobre una zona en la que había huertas y conventos hasta que a mediados de los 60 se aceleró el desarrollo industrial y el éxodo rural, lo que llevó a las autoridades a construir miles de viviendas sencillas, de ladrillo visto, sin ornamentos ni grandes lujos. Las propias de barrio obrero, seguro y calmado. Uno de tantos en la España de las provincias que en las últimas décadas se ha visto afectado por los efectos del envejecimiento de los propietarios originales y la falta de oportunidades para los jóvenes. Este artículo no describe un micromundo, sino la España real y mayoritario. La alejada de los focos, la megalomanía de sus dirigentes, los balances de cuentas y los viajes a Bruselas. Es la de la intrahistoria. La de los barrios.
En uno de los inmuebles de 'La Rondilla', situado en la calle de Linares, asesinaron a una mujer hace menos de una semana. Fue un marroquí que -según contó El Norte de Castilla- tenía antecedentes penales y una condena de cárcel. Aquella tarde, mató a la que había sido su pareja, a la madre de ésta y a uno de sus amigos, que vivía en otro apartamento, a pocos metros de allí, y cuyos vecinos aseguraron que se dedicaba al menudeo de drogas.
Sobre las 22.30 horas, había un escuadrón de tres policías -uno con un fusil en mano- que recorría los portales de varias calles para tratar de encontrar al asesino, que, en su huida, agredió a dos parejas de ancianos. Una de ellas terminó en el hospital. Un grupo de personas -quizás peruanas o quizás ecuatorianas- observaban la escena con curiosidad desde la terraza de un bar, que regenta uno de sus paisanos, con gran éxito. Las vecinas de una calle, que se llama la del Patio de la Convivencia -se optó por ese nombre porque todas las tardes montaban una tertulia junto a unos contenedores-, asistían sorprendidas a lo que ocurría en su barrio. El culpable se suicidó en la cárcel el pasado jueves, contó Europa Press. Hace pocos días que le habían suspendido su última condena. Salió con un objetivo claro.
Los de siempre
Las reacciones políticas al asesinato fueron las de siempre. Hubo quien esperó con ansiedad que la policía confirmara esta hipótesis para sumar una víctima más a la estadística de muertas por violencia de género. Otros, como ese vicepresidente de Vox que suele hacer que suba el pan con cada una de sus intervenciones, se preocuparon más por difundir que el criminal era un “marroquí ilegal” -¿sabían su situación?- que en referirse a las víctimas. A pie de calle, se escuchaba eso de: “¿pero qué hace esta gente entre nosotros? ¿por qué cumple condena aquí y tras terminarla no le deportan por ser un peligro para todos? ¿quién le ha dejado entrar y quedarse?”. Pero eso lo dicen los autóctonos y los que buscan la prosperidad en España, el cual no es su país. Los extranjeros que en la zona trabajan duro en sus bazares, peluquerías o tiendas de alimentación. Uno de los propietarios de estas últimas es Abdul. Llegó hace unos años desde Daca (Bangladesh) en un coche cargado con sus pertenencias. Hace horas a destajo y hoy su negocio tiene varias sedes. Es uno de tantos.
Ninguno de los actores de la repugnante política nacional cuenta la verdad completa sobre estas personas... ni sobre nadie en realidad. Ni los de aquí ni los de allá. Utilizan el mal y el dolor ajenos para lograr titulares y medrar en las encuestas.
Esta afirmación puede resultar tópica, pero ni mucho menos es innecesaria. Porque los ciudadanos se plantean muchas preguntas cuando alguien mata a tres personas a pocas calles de su casa y prende fuego al lugar donde las ha aniquilado. Las respuestas incompletas, interesadas o manipuladoras sobre esos hechos pueden generar consecuencias muy indeseables. O discursos que equiparen a los matones con la gente de ley. No me refiero sólo a los bocazas que claman contra toda la inmigración (o a los que niegan la existencia de problemas de integración). También a quienes denuestan a zonas enteras -y a sus habitantes- porque allí se produce un suceso luctuoso determinado, que atrae la atención mediática.
Los oportunistas de siempre
Los periodistas y los políticos suelen acudir a estos barrios cuando allí se producen problemas. Nadie hablaba de Íllora en los telediarios de las 15.00 horas hasta que, el otro día, dos malnacidos quitaron la vida a un muchacho de 19 años a las 7 de la mañana. Sus vecinos se tomaron pocas horas después la justicia por su mano y asaltaron las casas de sus familias, que eran gitanas. Las asociaciones de siempre censuraron que se tomaran la justicia por su mano y obviaron el contexto. Es decir, el motivo de su indignación.
Recuerdo que, a finales de 2020, tras varios meses de restricciones pandemicas, había un ramo de flores y un cartel, escrito con dolor, en la puerta del bar Las Torres, a pocos metros de donde el otro día sucedieron los tres asesinatos de Valladolid. El dueño del establecimiento, de 47 años, se había suicidado, en mitad del clima de incertidumbre que generó la crisis sanitaria. La noticia causó un considerable impacto en el vecindario, que había vivido ya entonces un confinamiento de varias semanas, toques de queda y ERTEs. Como allí se conoce casi todo el mundo, hay quien comparó esa muerte con otra, algo anterior, de un comerciante de ropa que se ahorcó dentro de su tienda. El hundimiento del pequeño comercio, sito a pie de calle, venía de mucho antes.
Sería estúpido pensar que el malestar es cosa de los tiempos modernos. Cuando estalló la burbuja inmobiliaria y arreció la depresión económica, había quien por allí bromeaba y afirmaba, en los corrillos, que ni siquiera lo había notado, dado que nunca se había beneficiado de los años de bonanza económica.
El problema del descontento -o, peor, del desencanto- es que provoca un cinismo del que se alimentan los indeseables. Es decir, los medios que sólo pisan la calle para seguir el rastro de las tragedias y los políticos que viven gracias a un discurso de 'igualdades', 'xenofobias' y derivados. Todo eso se ha apreciado estos días..., al igual que en los anteriores, con otros casos luctuosos y otras desgracias indeseables.
Hay que recordar que hubo tertulianos que debatieron sobre la posibilidad de que Diana Quer se hubiese fugado con su novio -había sido asesinada- y rechazaron al profesor Neira porque, tras despertar del coma, no quiso seguir el hilo argumental de la izquierda patria sobre la agresión en la que medió. Toda esta gente siempre piensa que el veneno en la sociedad siempre lo inyectan otros, cuando los inoculadores son ellos mismos.
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