Opinión

Tres cuadros para iluminar un grito

Para España, la invasión de Ucrania es una más de las desgracias que nos afligen. La guerra, el covid y su cadena interminable de muertes y una crisis institucional sin remedio aparente

Europa se despertó el jueves del sueño en el que permanecía aletargada desde el final de la II Guerra Mundial y, más concretamente, desde la caída del muro de Berlín. El derrumbamiento de la URSS fue interpretado entonces como el triunfo definitivo de la economía de libre mercado sobre el socialismo de Estado, de modo que los países que habían permanecido bajo la bota de Moscú desde 1945 iban a correr a abrazar los principios de la democracia liberal sin más problemas. Se trataba de enseñarles a vivir en libertad. Fin de la confrontación ideológica ante la evidencia del aplastante triunfo del capitalismo y todos a dormir reconfortados por la idea de que nunca más sobre la faz de la tierra la amenaza de una tercera guerra mundial. Nunca más un Hitler y tampoco un Stalin. Fin de las tiranías, ocaso de los tiranos. ¡Cuán equivocados estábamos! Quienes en Occidente llevan años advirtiendo sobre los riesgos de un eventual regreso del “imperio del mal” han terminado por tener razón. Rusia no necesitaba al comunismo para ver a Occidente como un adversario; le bastaba con focalizar a ese adversario para hacer emerger de nuevo el mito de una Rusia imperial digna de ser respetada y, sobre todo, temida. Le faltaba encontrar al dictador dispuesto a pulsar la tecla sentimental, apelando a ese destino histórico tantas veces ignorado, incluso maltratado, por la soberbia de Occidente.

Una Europa aletargada por el ronroneo de la propaganda rusa, esa “ciencia” que tan bien manejaron siempre los Goebbels de turno. Una materia en la que los comunistas han sido maestros y con la que desde hace años tratan, con notable éxito (véase la influencia de Moscú en el golpe separatista catalán del 17-O), de desacreditar a las democracias y dañar sus instituciones. Propaganda y dinero, un arma sumamente eficaz entre una clase política dispuesta a corromperse. Nos sorprendería saber el número y la importancia de los políticos europeos a sueldo de Moscú. El caso más flagrante, también el más obsceno, el del excanciller Schröder, SPD, amigo personal de Putin, presidente de la petrolera estatal Rosneft, del consorcio Nord Stream AG, y miembro del consejo del gigante gasista Gazprom. La corrupción, por un lado, y la toma de decisiones políticas que se han demostrado desastrosas para la independencia energética de Alemania. La invasión de Ucrania como reflejo superficial de la guerra energética que se libra en las profundidades. Asustada por los potenciales efectos de la catástrofe de Fukushima (balance final: un muerto), la canciller​ Merkel ordenó el cierre precipitado de todas las centrales nucleares alemanas. El resultado hoy es que Alemania, además de estar quemando carbón a mansalva, se ha convertido en un mercado cautivo del gas procedente de Rusia. Berlín ha hipotecado la independencia de la gran industria alemana y, por extensión, europea. Alemania en manos de Putin.

Ocurre, además, que la vieja Europa, ensangrentada por siglos de guerras, ha bajado los brazos y ya no parece dispuesta a movilizarse para defender sus libertades. Es la Europa del consumismo y el relativismo moral, víctima de esa quinta columna que ha infiltrado la Unión y los propios Estados Unidos. El viejo comunismo travestido de ecologismo y otros ismos. Sobre las cenizas del más atroz totalitarismo, sobre los rescoldos, hoy inservibles, de la lucha de clases, esa quinta columna de izquierda radical neo-comunista ha expandido por Occidente el virus de las ideologías disolventes eco-sostenibles, resilientes, inclusivas, con perspectiva de género y otras mandangas, ideologías que ensalzan el grupo y desprecian la responsabilidad individual, enaltecen el estatismo y desdeñan el valor del esfuerzo personal. Muchas de las ONG que propalan el ecologismo radical están financiadas por Moscú y por los enemigos de la democracia liberal. El resultado es una sociedad que, reñida con los valores de la Ilustración, se ha entregado a la vida muelle y renuncia a defender unas libertades ganadas las más de las veces con sangre.

Nos sorprendería saber el número y la importancia de los políticos europeos a sueldo de Moscú. El caso más flagrante, también el más obsceno, el del excanciller Schröder, SPD, amigo personal de Putin, presidente de la petrolera estatal Rosneft, del consorcio Nord Stream AG, y miembro del consejo del gigante gasista Gazprom

Es cierto que la UE no es un Estado, y que no tiene un ejército, ni siquiera una política exterior común, pero también lo es que solo la disposición del mundo libre a enseñar los dientes conseguirá parar los pies al tirano ruso. Solo una Europa dispuesta a poner muertos sobre la mesa logrará salvaguardar sus libertades. Lo demás son palabras que se lleva el viento. “Solo las privaciones económicas y el derramamiento de sangre lograrán romper el hechizo hipnótico en el que ha vivido Europa con Putin”, escribía días atrás Janet Daley (“Occidente ha malinterpretado a Rusia”) en The Telegraph. “Por desgracia, esas son las opciones entre las que Occidente deberá elegir una vez hecho añicos el sueño de una paz mundial sin fin”.

La negativa a defender la libertad a cualquier precio, incluso con la vida, conduce a la servidumbre y, en último extremo, a la esclavitud. Las sanciones económicas solo lograrán hacer cosquillas en los pies de este asesino vocacional, este loco con la cara llena de botox. A menos, claro, que esas sanciones vayan en serio. El ruso Gary Kasparov, Gran Maestro de ajedrez, daba estos días la receta completa: apoyo militar inmediato a Ucrania con armas, inteligencia y cibernética, hasta quebrar su maquinaria de guerra. Incautar y/o congelar los activos financieros de Putin y su banda (esos oligarcas dueños de inmensas fortunas que luego disfrutan en el lujo y la seguridad de Londongrado). Expulsar a Rusia de las instituciones financieras internacionales. Retirar a los embajadores de Moscú, para aislar internacionalmente al régimen. Prohibir el funcionamiento de la maquinaria de propaganda rusa en Occidente. Llevar ante los tribunales a los lacayos de Putin en el mundo libre, empezando por el citado Schröder. Impedir cualquier tipo de publicidad de empresas o Estados en sus órganos de propaganda. Actuar contra esa quinta columna de propagandistas de Putin tanto en la derecha como en la izquierda extrema, tanto en Europa como en la América trumpiana. Y, por encima de todo, acabar con la dependencia del petróleo y el gas soviético, aumentando la producción de la OPEP y liberando reservas en USA, una decisión costosa en términos de crecimiento, que comportará severos sacrificios para la población europea. Sin sacrificios no hay libertad.

Ha sido el primer ministro británico Boris Johnson quien más dispuesto se ha mostrado a adoptar medidas severas contra Putin y su banda de oligarcas. La alternativa es clara: agachar la cabeza y aceptar el vasallaje del tirano. Antes de la invasión de Ucrania existía un consenso básico a la hora de aceptar que la anexión del Donbass equivalía a la de los Sudetes por la Alemania nazi en octubre de 1938. Porque ninguna conquista es suficiente para aplacar el apetito del monstruo. Con las tropas rusas asediando Kiev está claro que el tirano no se detendrá ante nada. Y detrás de Rusia vendrá la China comunista de Xi Jinping y su asalto a Taiwán. Y un mundo plagado de conflictos de distinto nivel provocados por tiranos y tiranuelos convencidos de que la violencia rinde frutos sin apenas comportar costes. Un mundo menos seguro, menos libre en el horizonte. Donbass, la entera Ucrania y lo que venga detrás (Finlandia, Suecia, los países bálticos…). Más la desestabilización en serie de las democracias occidentales.

El intento de guerra relámpago, a la manera de aquel Hitler capaz de invadir países con la más fútil de las excusas, parece haber fracasado. Kiev resiste. Y si la resistencia ucraniana se confirma, el sátrapa ruso empezará a tener problemas de verdad

La actitud heroica, al menos de momento, del presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, ha logrado sacar a la apocada, cuando no cobarde, UE de su zona de confort y hacerle reaccionar enviando material militar y ayuda a la Ucrania invadida. Eso, y las maneras de un tirano enloquecido capaz de amenazar a Occidente con la utilización de su arsenal nuclear, con mención expresa para países como Suecia y Finlandia. Ahora sí que el llamado “mundo libre” le ha visto las orejas al lobo o, al menos, lo parece. El intento de guerra relámpago, a la manera de aquel Hitler capaz de invadir países con la más fútil de las excusas, parece haber fracasado. Kiev resiste. Y si la resistencia ucraniana se confirma, el sátrapa ruso empezará a tener problemas de verdad no en Kiev, sino en Moscú; no en Ucrania, sino en Rusia. Los signos de resistencia interna son ya abundantes, principalmente entre una juventud acostumbrada, en la era de los móviles, a vivir en los usos y costumbres del mundo globalizado, para quien Putin no pasa de ser un gerontócrata autoritario poseído por sueños imperiales propios de otro tiempo. Al final, serán los propios ciudadanos rusos quienes terminen arrojando al basurero de la historia a este siniestro personaje, encarnación de los peligros que acechan a la paz y la estabilidad mundiales.

Todo parece indicar que el déspota ha subestimado la tradicional pusilanimidad de una Europa a la que, con buenas razones dicho sea de paso, creyó muerta. Pero Putin no puede volver a Moscú con el rabo entre las piernas, entre otras cosas porque, perdido todo contacto con la realidad, esa sería una situación que volvería brutalmente peligroso a este psicópata con armas nucleares a su disposición. Cuando creíamos que los horrores de la guerra habían quedado sepultados en lo más profundo del sangriento siglo XX, he aquí que los heraldos de la destrucción y la muerte resurgen vigorosos en la vieja Europa. El mundo sigue siendo presa fácil de tiranos de la más diversa índole. Para España, la invasión de Ucrania es una más de las desgracias que nos afligen. Ucrania, el covid y su cadena interminable de muertes (248 solo el pasado viernes), y una crisis institucional sin remedio aparente, con los partidos del turno nadando en la fosa de una corrupción sin fin. Un país sin asomo de esos liderazgos capaces de tirar del carro y tocar a rebato en pos de la imprescindible movilización nacional. Con un presidente que sigue teniendo en su Gobierno a comunistas ministros admiradores de Putin, además de filoetarras y golpistas. Y con un PP hecho añicos, incapaz de formular un proyecto liberal de altura. Covid, Ucrania y crisis institucional. Tres cuadros para iluminar un grito. De pánico.

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