No hay prenda como la vista. De ahí que la tribuna de prensa, con el hemiciclo ante los ojos del cronista, sea el mejor observatorio para tomar apuntes del natural. Cuando la prensa era solo de papel los periódicos anticipaban los premios del sorteo de la Lotería de Navidad advirtiendo que sus números habían sido tomados al oído. Las crónicas parlamentarias que anuncio a los lectores, y empezaré a firmar en este mismo espacio, se escribirán también de oído, igual que tocan sus instrumentos algunos intérpretes. Ese ponerse a la escucha con los ojos abiertos les proporcionará el valor añadido que suma la inmersión del periodista en el acontecimiento. Sin cata a ciegas que valga, el intento pretende reflejar las circunstancias ambientales en las que se desenvuelven los diputados, es decir, el contexto en el que hablan. Sabemos bien que escuchar con los ojos es una de las mayores agudezas del espíritu y que nada sustituye a la observación directa del entorno si se quiere poner en suerte al lector. Aquí, se preferirá la inteligibilidad a la instantaneidad, según hicieron los mejores cronistas de Cortes, cuyos retratos cuelgan hoy de las pareces del pasillo junto al área de prensa.
Los días de pleno en el Congreso de los Diputados sucede con frecuencia que el palacio de la Carrera de San Jerónimo está saturado de periodistas mientras la tribuna de prensa del hemiciclo permanece vacía. Ese contraste trae causa de la preferencia de los informadores por seguir las incidencias de la sesión o bien aislados en la comodidad de sus cabinas o bien agrupados frente a los monitores de televisión distribuidos en las áreas de trabajo reservadas para ellos. El hecho es que quienes se acogen a las ventajas de esas opciones particulares quedan cautivos de la versión televisiva que facilitan los servicios de la Cámara. Sus realizadores, en aras de la más depurada neutralidad, sólo dejan pasar el sonido que se escucha en el salón de sesiones, sin añadido alguno sottovoce de aclaraciones ni comentarios. En cuanto a la mencionada versión televisiva, señalemos el predominio de primeros planos de quienes se suceden hablando en la tribuna de oradores o de quienes lo hacen en pie desde sus respectivos escaños, consumiendo turnos inquisitivos en las sesiones de control al Gobierno.
Escuchar con los ojos es una de las mayores agudezas del espíritu y nada sustituye a la observación directa del entorno si se quiere poner en suerte al lector
Los realizadores de la señal institucional, cuando quieren romper la monotonía, intercalan otros planos de quienes son aludidos por el orador que está haciendo uso de la palabra, si es el caso de que tengan escaño en la Cámara y estuvieren presentes en el salón de sesiones. Le oí quejarse en una ocasión al diputado peneuvista Iñaki Anasagasti porque a continuación de un primer plano del presidente José María Aznar lanzando anatemas contra la banda terrorista ETA por sus recientes atentados, fue intercalado un plano que le mostraba a la escucha desde el escaño. No se hacía atribución alguna, pero Anasagasti sostenía que por mera contigüidad se daba a entender que él era el destinatario de los reproches, como si pudiera considerársele un afín asimilable a los asesinos. Porque la secuencia televisiva por mera yuxtaposición de imágenes sin palabras, acaba construyendo una narración insidiosa difícil de impugnar que abduce y convierte en cautivos a quienes han renunciado a la observación directa.
Escribir desde la tribuna de prensa es más incómodo y la percepción acústica puede ser menos nítida pero, a cambio, permite a los periodistas que allí toman asiento dirigir su mirada de modo libérrimo hacia el punto que les interese en cada momento, observar cómo interaccionan los diputados, advertir el uso que hacen de los ordenadores encastrados frente a sus escaños, de las tabletas y de otros instrumentos digitales, sorprender a quienes permanecen desentendidos de la sesión y se aplican a otras navegaciones por Internet o a cruzar mensajes mediante sus teléfonos móviles. También desde su posición cimera en la tribuna están en condiciones de perimetrar las ovaciones que los miembros de cada grupo tributan a sus líderes respectivos y de ponderar su diferente tonalidad y grado de entusiasmo.
Los cronistas sentados en la tribuna pueden captar la intensidad, el ritmo, la duración, los latiguillos y las aceleraciones que en un momento dado actúan de fulminante para desencadenar los aplausos que sirven para descodificar claves significativas de la coyuntura política. Porque, por ejemplo, hay que distinguir entre las ovaciones de baja intensidad pero de larga duración, que responden a la existencia en el hemiciclo de una minoría de adictos inasequibles al desaliento, y las ovaciones intensas pero fugaces, que suponen un desbordamiento emotivo instantáneo pero insostenible por carencia de encuadramiento de los aplaudidores. Un decibelímetro, introducido por vez primera en el pleno del 20 de julio de 1971, permitió medir la intensidad acústica de los aplausos y acabar con las estimaciones arbitrarias que los taquígrafos dejaban reflejadas en las acotaciones del Diario de Sesiones. Ese fue el nacimiento del aplausómetro, que tal vez debiera ponerse de nuevo en funcionamiento. Por sus aplausos los conoceréis, y está comprobado que las mayores ovaciones las suscitan casi siempre las peores vilezas. Adelante.
* El periodista Miguel Ángel Aguilar escribirá desde hoy en 'Vozpópuli' una crónica parlamentaria semanal.
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