Félix Bolaños nos alegró hace unos días la mañana anunciándonos que el proceso soberanista había terminado. “No lo dice el Gobierno de España, lo dicen los líderes independentistas”, subrayó el ministro-orquesta. Luego vino lo de siempre, la ducha fría de realidad testaruda con la que los aludidos, sean estos independentistas, empresarios, profesores, parados o economistas suelen llevarle la contraria al Gobierno. Los de Junqueras y Puigdemont no solo se apresuraron a desmentir a Bolaños, sino que para hacer visible su contrariedad y terca determinación (“Ho tornarem a fer”) le montaron a Pedro Sánchez una manifestación aclaratoria coincidiendo con la visita a Barcelona de Emmanuel Macron y medio gobierno francés.
El 'procés', diga lo que diga Bolaños, no ha terminado. Simplemente ha mutado. El independentismo, al menos el independentismo de Esquerra, ha entendido que la prisa es una apuesta demasiado arriesgada. Saben, y ahí tiene razón el ministro, que no estamos en 2017, que su capacidad de movilización no es ni de lejos la que fue, y que un nuevo fracaso sería definitivo. El independentismo se ha adaptado, ha amoldado su estrategia al entorno, ha leído con perspicacia la realidad. Por el contrario, el Gobierno sigue construyendo relatos de patas muy cortas y de inaudita ingenuidad. Si fuera cierto que el procés ha concluido, ¿para qué decirlo? ¿Para qué airear la buena nueva del fin del procés en vísperas de la cumbre hispano-francesa en Barcelona favoreciendo así su resurrección?
Solo en 2020 y 2021 la Justicia abrió procedimientos por corrupción contra más de 600 personas, en su mayoría funcionarios públicos y políticos
Con todo, no es lo peor la puerilidad que desprende una política apremiada y superficial. Lo más grave son los daños irreparables que provoca esa tendencia al regate corto y la rentabilidad apresurada. Ha pasado con la ley del sí es sí y puede ocurrir con la reciente reforma del delito de malversación. A los independentistas se les prometió que con la reforma del Código Penal su responsabilidad decaería y sus haciendas estarían a salvo. El riesgo de tener que hacer frente al desvío irregular del dinero público con el patrimonio personal quedaría neutralizado. Va a ser que no.
Precipitación. Discapacidad jurídica. Negligencia política. Imprudencia electoral. El juez instructor de la causa del procés, Pablo Llarena, actualizaba la orden de detención contra Carles Puigdemont tras la entrada en vigor de la reforma pactada por el Gobierno con Esquerra Republicana. Pero en lugar de hacerlo según habían previsto las lúcidas mentes gubernamentales, resolvía que el lucro indebido no solo es aplicable en la esfera estrictamente personal, calificando de “delito agravado de malversación” el desvío de dinero público para obtener un beneficio no ya únicamente privado, sino también político. Este criterio del juez, aplicado al caso de Puigdemont y extendible a todos los condenados por malversación tras el juicio del procés, era posteriormente ratificado por la Fiscalía del Tribunal Supremo. Resultado: no hay rebaja que valga y las penas pueden llegar a los 12 años de prisión y 20 de inhabilitación.
Hay quien acepta sin pestañear la hipótesis de que el único y taimado propósito del juez ha sido encontrar un resquicio en la ley para burlar los deseos del legislador
El País subrayaba el sábado 14 la torpeza de los autores del nuevo articulado en un sorprendente editorial: “Parece un error incluir una tipificación de la malversación que permite interpretar el ‘ánimo de lucro’ en sentido contrario a la intención del legislador, en particular en un escenario de conflicto abierto entre el sector conservador mayoritario entre los jueces y el Gobierno de coalición. El juez Llarena -proseguía- ha encontrado la vía para eludir el objetivo que buscaba la reforma”. Eludir. Que palabreja. Dos preguntas: ¿Cuál cree el editorialista que era el objetivo de la reforma, impartir justicia de forma proporcionada o cumplir las exigencias de Oriol Junqueras? ¿A cuál de ellos debía someterse el juez Llarena?
Hemos retorcido tanto y durante tanto tiempo el sentido común que ya no nos sorprende que públicamente se exija a un juez del Supremo un disciplinado respeto a la modificación atolondrada y técnicamente defectuosa de una ley orgánica de la envergadura del Código Penal, ejecutada a los solos efectos de garantizarse el apoyo parlamentario de los teóricos beneficiarios; apenas nos extraña que se sugiera que los argumentos del tal juez nada tienen que ver con la técnica jurídica y sí con el pulso que los jueces conservadores le están echando al Gobierno; incluso aceptamos sin pestañear, como hipótesis probable, que el propósito de su señoría no fuera el de interpretar la letra de la ley según su criterio jurídico y su conciencia, sino buscar taimadamente el resquicio por el que poder burlar el interés legítimo del legislador. Definitivamente, nos hemos vuelto locos.
Un goteo inconcebible de beneficiados por una nueva negligencia, un escándalo si cabe más dañino que el provocado por la aplicación de la ley del “sí es sí” y que explotaría como una bomba racimo en pleno combate electoral
La Sala de lo Penal del Supremo tiene la última palabra. Si convalida la tesis de Pablo Llarena irritará al soberanismo y le complicará la vida a Pedro Sánchez, especialmente en Cataluña. Pero al mismo tiempo le hará un gran favor al presidente del Gobierno. Solo en 2020 y 2021 la Justicia abrió procedimientos por corrupción contra más de 600 personas, en su mayoría funcionarios públicos y políticos. Eso sin contar los casos de años anteriores que están siendo investigados o a la espera de juicio. En muchas ocasiones lo que se indaga es la desviación de dinero público para fines que nada tienen que ver con el enriquecimiento personal, supuesto para el que la reforma del Gobierno rebaja las penas. Y supuesto que, en el improbable caso de que fuera apoyado por el Supremo contraviniendo la interpretación de Llarena, abriría las puertas a posibles rebajas de penas y excarcelaciones de un imprevisible número de acusados o condenados por corrupción.
Un goteo inconcebible de beneficiados por una nueva negligencia, un escándalo si cabe más dañino que el provocado por la aplicación de la ley del 'solo sí es sí' y que explotaría como una bomba racimo en pleno combate electoral. Lo dicho, unos genios a los que van a terminar salvando el culo un puñado de jueces fachas del Tribunal Supremo.
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