En la película de 1997 “La cortina de humo”, dirigida por Barry Levinson, se narra la historia de un presidente estadounidense que comete un delito y, ante la amenaza de que el escándalo le cueste las elecciones, contrata los servicios de un asesor (Robert de Niro) que, con la ayuda de un director de cine (Dustin Hoffman), escenifica una falsa guerra contra Albania para distraer a la opinión pública y cohesionarla en torno a su líder.
Del mismo modo, llama la atención la extraño llamamiento a la guerra comercial que ha iniciado el actual presidente estadounidense -usando, como siempre, la caja de resonancia de Twitter- en medio de una peligrosa investigación encabezada por el fiscal especial Mueller, que amenaza con poner en jaque su presidencia.
Porque lo cierto es que, aunque, desde su elección, el presidente Trump ha venido amenazando con numerosas acciones proteccionistas, la mayoría no las ha cumplido. Así, más allá de la salida efectiva de la Alianza Transpacífica (TPP), la anunciada retirada del Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA) se quedó en una mera renegociación -que de por sí era necesaria para adaptarla a los tiempos modernos-, y el famoso sesgo comercial del impuesto sobre los flujos de caja se olvidó en medio de una simple y regresiva bajada de impuestos sobre renta y sociedades.
Pero el pasado viernes 2 de marzo Trump cambió de actitud: no solo anunció un nuevo arancel del 25% sobre las importaciones de acero y otro del 10% sobre el aluminio, sino que mostró en Twitter su lado más desafiante: “Cuando un país pierde miles de millones en el comercio con casi cualquier otro país, las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar”.
La fundamentada sospecha es que quizás los problemas internos de Trump constituyan incentivo suficiente para perseverar en uno de los juegos más viejos de la política: la unión ante el enemigo exterior
La decisión de la subida arancelaria se deriva de una investigación realizada por el Secretario de Comercio, Wilbur Ross, al amparo del artículo 232 de la Ley de Expansión Comercial de 1962, y que concluyó que la fuerte caída del empleo en el sector del acero en EEUU –el mayor importador del mundo– se debe al exceso de capacidad del mayor productor y exportador mundial, China. Parecidas conclusiones se obtienen en el caso del aluminio. La idea entonces es que un arancel sobre estos productos castigará a China y recuperará el empleo.
En este análisis, sin embargo, hay bastantes lagunas.
En primer lugar, no cuadra con las medidas tomadas: un estudio del Peterson Institute demuestra que China –que ya ha sufrido muchas medidas antidumping y antisubvención de EEUU– representa actualmente tan solo un 6% de las importaciones de acero y aluminio de EEUU. Los principales perjudicados serán, con diferencia, Canadá y la Unión Europea: ellos, y no China, son los verdaderos destinatarios de estas medidas.
En segundo lugar, porque la complejidad del modelo comercial actual hace muy difícil proteger a un sector sin perjudicar a muchos otros. El mundo actual ya no es un mundo de productos sencillos, sino complejos, donde cada bien puede a la vez ser producto final para unos sectores y materia prima para otros. La producción tampoco está ya agrupada en función del producto final, sino que las distintas partes de la cadena de valor que compone cada bien se producen allí donde resulta más barato y eficiente. La prueba de que no hay protección sin daño es que 15 asociaciones manufactureras estadounidenses –que representan a más de 30.000 fábricas y a un millón de trabajadores– han escrito al presidente denunciando que los aranceles a productos que ellos usan como materias primas suponen un perjuicio mucho mayor que el beneficio a una industria como la del acero, que apenas da empleo a 80.000 trabajadores y que ya está protegida, y con buenos resultados financieros.
En tercer lugar, culpar a las importaciones chinas de toda la caída del empleo es simplista. Aunque autores como Autor et al. (2016) advierten de los importantes efectos de un shock comercial diferencial –como la entrada de China en la OMC– en los distintos mercados de trabajo regionales (en función de su grado de exposición), al analizar interrelaciones con otros sectores los resultados pueden variar. Así, Bloom et al. (2011) destacan que las importaciones chinas baratas también tienen efectos positivos sobre otras industrias (que ven abaratar sus costes) e incluso sobre la investigación y las patentes: la necesidad aguza el ingenio, y la protección lo ahuyenta; Feenstra y Sasahara (2017), usando la base de datos input-output mundial, llegan a la conclusión de que la apertura comercial en EEUU en 1995-2011 generó empleo neto a través del impulso de la exportación de servicios.
Las guerras no salen gratis, y la UE ya ha anunciado medidas de retorsión que afectarán a exportaciones estadounidenses a Europa por valor de 2.800 millones de euros
En cuarto lugar, hay que tener en cuenta la asimetría de los beneficios y costes de la protección. Del argumento de la industria naciente, que se remonta ya a Alexander Hamilton, se deriva al menos una conclusión cierta: que una desprotección rápida y completa puede ser perjudicial para un país, y a veces es mejor una desprotección gradual. Pero lo que también es cierto es que los ajustes en el sistema productivo que se van produciendo lentamente durante la liberalización no son fácilmente reversibles: la liberalización del comercio de un producto implica la integración de una forma natural en la producción de inputs importados, y eso implica que las exportaciones cada vez utilizan más importaciones, de modo que un encarecimiento de las importaciones también puede terminar perjudicando a las exportaciones. Así pues, aunque desproteger no siempre es óptimo, volver a proteger un sector ya liberalizado suele tener consecuencias muy negativas, y, aunque en un país grande puede tener algún efecto directo positivo a corto plazo, los efectos a medio y largo y los indirectos negativos siempre se imponen.
Por último, porque la protección puede dar lugar a la posibilidad de represalias. Las guerras no salen gratis, y la Unión Europea, por su parte, ya ha anunciado medidas de retorsión –permitidas por la OMC en estos casos–, que afectarán a exportaciones estadounidenses a Europa por valor de 2.800 millones de euros, repartidas en tercios sectoriales (exportaciones siderúrgicas, industriales y agrícolas). Como la historia nos enseña, las espirales de represalias y los presidentes que las impulsan, como la del arancel Smoot-Hawley –iniciada por Hoover, otro empresario republicano metido a político– suelen terminar mal.
Para ser justos, la protección no es un fenómeno exclusivamente republicano, y ha sido una tentación histórica recurrente: desde los años 30 hay presidentes de todo signo que firman normas con la cláusula “Buy American” –incluido Obama en 2009–, y tampoco hay que olvidar el rechazo electoralista de última hora de Hillary Clinton al TPP. La diferencia es que Obama se echó atrás ante la amenaza europea de una guerra comercial, pero en este caso quizás los problemas internos de Trump constituyan incentivo suficiente para perseverar en uno de los juegos más viejos de la política: la unión ante el enemigo externo.
Como en la película de Levinson, la cortina de humo de una guerra –en este caso, de carácter comercial– puede distraer momentáneamente al electorado, pero suele requerir, una vez pasado el efecto inicial, mentiras adicionales, además de una batalla interna –que ya ha empezado– contra el propio partido. Mientras tanto, el coste económico de una espiral de represalias para el mundo entero –incluido Estados Unidos– puede ser elevado, y es muy probable que ni el “spin doctor” Navarro, ni el director Ross, ni el propio presidente terminen bien. Trump debería tener cuidado: el humo de los molinos de acero es uno de los más perjudiciales para la salud.
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