"Recordad este día para siempre". El mensaje de Donald Trump a sus seguidores el pasado seis de enero no sólo sonaba a arenga, sino a justificación: "Estas son las cosas que ocurren cuando una aplastante victoria electoral es arrebatada sin miramientos y tan brutalmente a grandes patriotas a los que se ha maltratado injustamente durante tanto tiempo". Lo escribía en Twitter después de que los manifestantes hubieran invadido el Capitolio, sede del Senado y la Cámara de Representantes, interrumpiendo la sesión en la que los legisladores debían certificar los resultados electorales. Sabemos a qué se refería con ‘estas cosas que ocurren’: ha habido cinco muertos, pillaje y fotos de frikis que han dado la vuelta al mundo, pero queda sobre todo el alto valor simbólico de ver a una turba asaltando el Congreso de los Estados Unidos. No es para olvidarlo, desde luego.
El papel del todavía presidente en los sucesos fue más allá de unos tuits. Antes del asalto, Trump se había dirigido a miles de seguidores congregados, bajo el eslogan Save America, en un parque cercano a la Casa Blanca. En un discurso de cerca de una hora, repitió una vez más que había ganado las elecciones por una mayoría arrolladora y que había en marcha una vasta conspiración criminal para arrebatarle la victoria. De esa conspiración formarían parte los medios de comunicación, las empresas tecnológicas y los demócratas, o la ‘izquierda radical’, pero su éxito no sería posible sin la complicidad de los jueces del Supremo y la cobardía de muchos republicanos ‘sin agallas’; no escatimó tiempo ni epítetos con algunos de ellos. Si querían salvar la democracia americana, vino a decirles, tenían que impedir que se ratificara el fraude en el Capitolio. Lejos de refrenar a la multitud enardecida, lo que hizo fue incitar a los buenos patriotas a luchar por su país y marchar desde allí al Congreso para evitar el robo de las elecciones. "Marchemos al Capitolio", les animó una y otra vez, "y allí estaré con vosotros". Luego él no fue, pero ellos sí.
Buenos y malos son presentados al más puro estilo populista: a un lado las elites corruptas, pues Washington es ‘una ciénaga’ y el Capitolio está poblado de corruptos, y al otro el buen pueblo americano maltratado
No he visto muchas menciones en la prensa española al discurso de Trump en el Ellipse, a pesar de que probablemente sea su último discurso como presidente y en él están destiladas las esencias del trumpismo. Para empezar, el hilo conductor ofrece un perfecto ejemplo de lo que se denominan ‘teorías de la conspiración’, confeccionadas con medias verdades y falsedades enteras acerca de las maquinaciones de adversarios poderosos que mueven los hilos en las sombras. Ese patrón argumental (es un decir) se ajusta a una visión maniquea de la política que divide el mundo limpiamente en buenos y malos, con una lista de malos que no para de crecer con la incorporación de jueces y republicanos traidores a la causa. Buenos y malos son presentados al más puro estilo populista: a un lado las élites corruptas, pues Washington es ‘una ciénaga’ y el Capitolio está poblado de corruptos, y al otro el buen pueblo americano maltratado, al que necesita para drenar la ciénaga y limpiar el Congreso; los patriotas, eso sí, se parecen sospechosamente a sus votantes. El plutócrata transmutado en tribuno de la plebe.
Cuando le creen sus patrañas
Falta, con todo, lo principal: su modo de entender la política como una empresa enteramente personal. Mucho se ha hablado estos años de la personalidad narcisista de Trump y de su megalomanía; Andrew Sullivan, por ejemplo, señalaba hace unos días que su estilo delirante y falto de contención lo asemejan al retrato que hacen los clásicos del déspota impulsivo e incapaz de dominarse. Pero lo que conviene destacar es que para Trump no hay una causa o ideal político que esté por encima o vaya más allá de sí mismo. El discurso del día de Reyes, aunque habla a sus seguidores de un gran movimiento y del futuro brillante que les espera, deja bien claro que todo gira en torno a él. Habla en nombre del pueblo porque los buenos americanos son aquellos que le votan y le siguen, creyendo a pie juntillas sus patrañas. Del lado del mal cae todo aquel que se opone o no se aviene a sus designios. No hay más: o conmigo o contra mí.
De ahí su inveterado desprecio por las instituciones, cuyo efecto más clamoroso son los sucesos del Capitolio. Para él significan poco; mejor dicho, sólo valen en tanto que sirven a sus propósitos o pueden ser utilizadas por sus enemigos. Si la vida política es puro antagonismo, las instituciones no son más que el campo de batalla, útiles únicamente como medios con los que atacar y defenderse. Decía el historiador Christian Meier de Julio César que era incapaz de reconocer nada sagrado o venerable en las instituciones de la sociedad romana, pues sólo entendía la política como ‘lucha por sus derechos’. Es una patología de la que tenemos ejemplos más cercanos, pero que Trump simboliza como pocos.
Ratificar los resultados
No hay mejor prueba de esa ponzoña que la negativa a admitir la derrota electoral y proceder al traspaso de poderes. Pocos mecanismos más delicados en democracia que la alternancia pacífica y el relevo ordenado en el poder. Lo reconoció así Mitch McConnell, el líder republicano del Senado, cuando explicó la importancia de ratificar los resultados de las elecciones; de invalidarlas por las alegaciones de la parte perdedora se establecería un peligroso precedente que sumiría la democracia ‘en una espiral letal’. A lo que añadió otra cosa igualmente importante: que el autogobierno democrático no es posible sin ‘un compromiso común con la verdad’ y el ‘respeto compartido por las reglas fundamentales’ del orden constitucional. No se me ocurre crítica más acerada de todo lo que representa Trump.
Desde el asalto al Capitolio se ha discutido mucho sobre comparaciones odiosas, pero hay una que resulta de lo más oportuna. Vale la pena repasar el discurso de despedida que otro presidente saliente, George Washington, dirigió en forma de carta a sus ‘amigos y conciudadanos’ en 1796. En ella hace un llamamiento a la concordia y recuerda la importancia de conservar las instituciones republicanas de gobierno, pues sólo ellas pueden asegurar la libertad y la prosperidad. Pero además es una advertencia acerca de los peligros que acechan a la nueva república, entre los que destaca sobre todo el espíritu de partido y las facciones.
Como añade Washington, los partidos pueden convertirse además en poderosos instrumentos al servicio de ‘hombres ambiciosos
El aviso no puede ser más actual y vale también para estos lares (¡con perdón!). Las facciones persiguen sus intereses de parte a costa del bien común, alentando la división y la discordia entre los ciudadanos. Los facciosos no dudan en entorpecer y paralizar la actuación de las autoridades establecidas o la ejecución de las leyes para lograr sus propósitos, trastocando si es necesario el funcionamiento de las instituciones. Como añade Washington, los partidos pueden convertirse además en poderosos instrumentos al servicio de ‘hombres ambiciosos, astutos e inmorales’, dispuestos a usurpar la autoridad del gobierno y subvertir el orden constitucional. Por ello, toda precaución es poca. Son un mal inevitable en una sociedad libre, pero que hay que contener y someter a vigilancia constante.
No es casualidad que el primer borrador fuera pergeñado por James Madison, pues la carta recoge las enseñanzas del número diez de los Federalist Papers, una lectura muy recomendable si uno quiere comprender el sentido genuino del republicanismo. Para éste, el bien común tiene que ver con la preservación del orden constitucional y las instituciones representativas que hacen posible la convivencia en libertad. Lo opuesto al espíritu de facción, que es contrario a ‘los derechos de otros ciudadanos y a los intereses permanentes de la comunidad’. De ahí que para Madison el gran problema del gobierno republicano sea cómo garantizar un régimen de libertades controlando los efectos corrosivos de las facciones. Por lo que se ve, el problema de Madison sigue siendo el nuestro.
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