La izquierda española siempre ha sido muy antiamericana, más del padrecito Stalin que del tío Sam, más del Gulag que de Disneylandia, más de Quilapayún que de Sinatra. También el franquismo era más del Eje que de la Quinta Avenida, hasta que Eisenhower, aquel presidente de una mediocridad "afable y dinámica", como le describió Churchill, desembarcó en la Gran Vía (Avenida de José Antonio) y nos propinó una puñado de calderilla que le había sobrado del 'plan Marshall'. Franco se hizo la foto junto al héroe de Normandía, y pasamos de "os recibimos que alegría" a "amigos para siempre".
La izquierda, no. Sigue atornillada al sectarismo visceral de Vázquez Montalbán, como Zapatero se atornilló a su silla cuando desfilaban las barras y estrellas por la Castellana. Una especie de afección adolescente que se antoja incurable. Pedro Sánchez es de los de Zapatero, esquivo y renuente ante el amigo americano. En tiempos de Obama, la animadversión se atenuó levemente, pero ahora, con Donald Trump, ha revivido con la fuerza explosiva de las gramíneas en primavera. Cabe recordar que Sánchez le prodigaba siempre una buena sarta de insultos en los tiempos en los que recorría España en un utilitario para recuperar el cetro de Ferraz. Hablaba entonces de un tipo que "cierra sus fronteras a los musulmanes sólo por hecho de serlo, que va a levantar un muro de dolor con México, que le ha arrebatado la cobertura sanitaria a 40 millones de compatriotas...". Así hablaba Sánchez hace tan sólo un rato, como quien dice. Su opinión sobre Trump posiblemente no ha cambiado.
A Trump apenas le seducen los gobiernos comunistas (en el Ejecutivo español hay cinco ministros del ramo) y las noticias que le llegan desde España quizás no le entusiasmen
Se han saludado, hola y adiós, un par de veces en bulliciosos saraos internacionales. "Siéntate ahí, muchacho", pareció decirle una vez el grandullón de las corbatas interminables a Sánchez en una escena virulenta y viral. Aún no ha sido invitado a la Casa Blanca. Quizás Trump no arda en deseos de verlo por allí. Apenas le complacen los gobiernos comunistas (en el Ejecutivo español hay cinco ministros del ramo) y las noticias que le llegan desde España le resultan sin duda desalentadoras. La 'tasa Google', los aranceles, los empresarios en Cuba, la visita de Delcy, el volantazo chavista, la degradación de Guaidó, las bases... De repente, las plácidas relaciones Washington-Madrid se han envenenado. Una espesa corriente de desconfianza atenaza un diálogo que hasta apenas hace unos meses se deslizaba en una corriente de cordialidad.
Es en este escenario convulso cuando trasciende la invitación a los Reyes para que se acerquen por la Casa Blanca la tercera semana de abril. Una iniciativa personal del presidente norteamericano y una deferencia hacia el monarca español. Sólo Macron y Morrison (australiano) han visitado Washington en la era Trump con formato de visita de Estado. Felipe VI y Letizia ya pisaron la Sala Oval en 2018. Ambos matrimonios se cayeron bien. Al menos la parte masculina de las parejas, según comenta una fuente diplomática española conocedora de aquel encuentro.
Arrinconado ahora en Palacio como el arpa de Béquer, con la agenda encogida, los viajes mermados y su presencia menguante, el Rey recupera, con esta visita a la capital del orbe civilizado, el papel de primer embajador de España que tan gallardamente (hasta que la pifió estrepitosamente) representó su padre. Don Juan Carlos, siempre disponible como un boy scout, permanentemente atento, abría caminos internacionales con su desparpajo confianzudo y su ingenioso instinto. Desbrozó terrenos inhóspitos y despejó incómodos obstáculos. En las monarquías del Golfo, sin embargo, hizo el ídem, lo que enturbió su hoja de servicios a la causa.
"Sánchez juega a ser el jefe del Estado, no lo disimula, le encanta hacer ese papelito", comenta un diplomático europeo destinado en Madrid
La invitación de Trump llega en un momento políticamente interesante. La brecha entre Moncloa y la Zarzuela se agranda y se agrava. El equipo de Palacio que dirige Alfonsín intenta camuflar este distanciamiento ostensible. Se percibe a Sánchez como un político desbordado de soberbia con el que resulta difícil la 'conllevancia'. Desde la presidencia del Gobierno no se disimula sino que se alimenta esta irritante situación. "Sánchez juega a ser el jefe del Estado, le encanta hacer ese papel", comenta un diplomático europeo destinado en Madrid con excelentes fuentes en Palacio. La invitación de Washington rompe el círculo de tiza con el que Sánchez ha rodeado, casi inmovilizado, a la Corona. Un desplazamiento muy oportuno para los intereses de España y, desde luego, para la estima y la propia estabilidad de la Institución.
La política exterior española atraviesa una realidad disparatada. Josep Borrell, ladino hasta la perfidia, era al menos un profesional. Sánchez lo ha sustituido por una funcionaria ignota y gris, Arancha González, especialista en comercio internacional y sin vocación ni fuste para hacerse con la batuta de nuestra diplomacia. Se ha podido comprobar esta semana en Nueva York, atribulada por los medios, incapaz de responder elementales preguntas sobre Guaidó. Puro amateurismo. Es el presidente quien ejerce personal y plenamente esa función, teleridigido por Pablo Iglesias, responsable último del giro chavista de nuestro rumbo exterior. Ni el tercermundista Morán ni el mediocre Moratinos llegaron a tanto.
Felipe VI retorna a Washington con más honores que nunca para subrayar la vocación atlantista española. Algo difícil de defender en estos tiempos en los que una cuadrilla de cómplices y exempleados del tiranuelo caribeño se ha hecho con las riendas más sensibles de la Moncloa. ¡Trump salve al Rey! Así sea.
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