Una de las grandes cuestiones que quedaban en el aire al concluir la última fase de la 'desescalada', esa que venía avalada por un consejo de expertos inexistente, era si se conseguiría salvar la temporada turística. El turismo es el sector que más aporta al PIB español, el año pasado un 15%, unos 190.000 millones de euros entre ingresos directos e indirectos que proporcionan los más de 80 millones de turistas que visitaban nuestro país hasta el año pasado. Sin esta industria que equilibra la balanza de pagos la economía española queda herida de muerte porque no hay nada con que sustituirla.
Este año la cosa empezó a pintar mal en marzo. La llegada de turistas se desplomó a principios de mes, luego vino el confinamiento y se redujo a mínimos históricos. Algo razonable y previsible. España no era el único país que estaba encerrado, en mayor o menor medida todos los países europeos andaban de la misma guisa. Pero, por fortuna, aquello pilló en temporada baja, aún se podía salvar el verano si la situación epidemiológica no se complicaba. A lo largo del mes de junio las aerolíneas reemprendieron sus vuelos, los hoteles reabrieron y los turoperadores internacionales volvieron a incluir destinos españoles en sus catálogos de viaje. Todo parecía marchar bien. Se asumía que este iba a ser un verano flojo, pero al menos se podría salir de él sin haberlo perdido todo.
Justo en ese momento se estaba empezando a gestar la tragedia. Según se decretó fin del estado de alarma los poderes públicos respiraron aliviados e hicieron como si ya no pasase nada, pero pasaba. El contagio masivo empezó en Aragón y Cataluña. A principios de julio surgieron las primeras voces de alarma seguidas de confinamientos parciales en Lérida y Huesca. El Gobierno entretanto se lavaba las manos. Aquello dependía de las comunidades autónomas, pero no se había diseñado marco jurídico alguno para que los Gobiernos regionales hiciesen frente a los rebrotes. Nada había preparado. Ni protocolos, ni rastreadores, ni siquiera un sistema de recuento de casos y fallecimientos digno de tal nombre.
En Moncloa, aquejada de un brote de inexplicable triunfalismo, se miró para otro lado, pero otros Gobiernos del continente se tomaron el informe de Cambridge muy en serio
En aquella vorágine la universidad de Cambridge publicó su informe anual sobre desarrollo sostenible y España salía muy mal parada en lo referente a la gestión de la pandemia de covid-19. Estaba la última de los 33 países de la OCDE auditados. No había chovinismo alguno, el Reino Unido figuraba en el puesto 31. En Moncloa, aquejada de un brote de inexplicable triunfalismo, se miró para otro lado, pero otros Gobiernos del continente se tomaron el informe en serio. Sólo necesitaban mirar con atención lo que estaba sucediendo en España en esos mismos momentos para que cundiera el desánimo.
Dejando a un lado la cifra oficial de víctimas mortales, desconectada ya por completo de la realidad, y los problemas que había tenido el sistema sanitario para proveerse de material y proteger a sus profesionales, la situación a mediados de julio era cuando menos preocupante y no ha hecho más que empeorar. El número de casos positivos diarios está al mismo nivel que a principios de mayo cuando entrábamos en la primera fase de la 'desescalada'. Pero la respuesta que la administración está dando es caótica, tardía y descoordinada. Para Sánchez parece que no hay una solución alternativa a la declaración de un nuevo estado de alarma mientras busca culpables a toda prisa. Hoy son los jóvenes, mañana el llamado ocio nocturno y pasado los insolidarios que no se ponen mascarilla.
La reserva vírica de Europa
El resultado de este caos lo tenemos a la vista. Irlanda, el Reino Unido y Noruega han impuesto cuarentenas para todos los viajeros que lleguen de España. En el caso británico la cuarentena es obligatoria. Francia ha pedido a sus ciudadanos que no viajen a Cataluña, Bélgica ha hecho lo propio con las provincias de Lérida y Huesca. Esto en la práctica supone poner al país entero en la lista negra y que los turistas alemanes, italianos o suecos lo eviten por precaución. Aquí, de nuevo, el Gobierno ha ido a remolque de los hechos. In extremis trató de convencer a Boris Johnson para que sacase a Baleares y Canarias de la cuarentena forzosa. Sin éxito, por cierto, pero de haberlo conseguirlo de nada hubiese servido porque la idea de que España es algo así como la gran reserva vírica de Europa se ha extendido por todo el continente. Ni en Alemania, ni en el Reino Unido, ni en Francia los medios de comunicación afines a Moncloa pueden hacer nada para invertir la certeza que se ha asentado por toda Europa de que España es un país inseguro y se puede uno infectar en cualquier sitio.
Si criticas al Gobierno es que estás politizando la pandemia. Por el contrario, si aplaudes eres un genuino patriota
El hecho es que cuando un viajero procedente de cualquier parte del mundo llega a España lo primero que advierte es que los principales aeropuertos son auténticos coladeros. Se aterriza y se entra en el país como si aquí nada anormal sucediese. La Comunidad de Madrid lleva semanas pidiendo que se endurezcan los controles en Barajas, pero al otro lado hacen oídos sordos. El mensaje oficial es que todo transcurre normalmente, es la hora del aplauso y la felicitación, hemos salido más fuertes y todo lo que no comulgue con eso se ignora. El autoengaño puede llegar a ser efectivo dentro de España, donde los terminales mediáticos del Gobierno se encargan de transmitir una imagen de falsa normalidad y de recuperación ejemplar, pero no fuera.
Aquí se ha alcanzado un extraño consenso. Si criticas al Gobierno es que estás politizando la pandemia. Por el contrario, si aplaudes eres un genuino patriota que sabe estar a la altura de las difíciles circunstancias que ha tenido que enfrentar Sánchez y su Gabinete. Un viejo recurso dictatorial que exonera al poder de toda responsabilidad y carga las culpas sobre los ciudadanos, reconvertidos por la propaganda oficial en seres egoístas o directamente en saboteadores. Pero fuera, este mecanismo no funciona. Ahí miran las frías cifras, no se las terminan de creer y sacan conclusiones. Ese es el origen de la crisis turística que preludia un otoño negro porque sin los recursos que aporta el turismo la economía española se hunde sin remedio.
Para esto no hay rescate posible, pero el Gobierno sigue a lo suyo fingiendo que nada extraño sucede. La misma inacción suicida que vimos en febrero y las dos primeras semanas de marzo. En fin, ya sabemos como terminó aquello.
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