Hace meses que Rusia acumula contingentes considerables de tropas acorazadas en la frontera oriental de Ucrania y las señales que llegan del Kremlin sobre la posibilidad de una invasión son todo menos tranquilizadoras. El verano pasado, Vladimir Putin publicó un extenso artículo de carácter histórico en el que pretendía demostrar que el territorio ucraniano forma parte de Rusia y en el que elucubraba sobre un gran imperio eslavo que incluyera a su extenso vecino y a Bielorrusia. Esta tensa situación exige que los Estados Unidos y la Unión Europea no yerren su análisis sobre la posible evolución de este conflicto y tomen las medidas adecuadas para evitar que se descontrole provocando una crisis política y económica de enorme alcance.
Cuando en 2008 George W. Bush ofreció a Ucrania la posibilidad de incorporarse a la OTAN cometió sin duda un error de perspectiva. Debería haber comprendido que, tras el colapso de la URSS, la entrada de los antiguos países del Pacto de Varsovia en la Alianza Atlántica, la independencia de los Estados Bálticos y la ampliación de la UE hacia el Este, las humillaciones que Moscú podía soportar habían alcanzado su límite. El oso ruso estaba sin duda desmoralizado, arrinconado y debilitado, pero precisamente por eso la idea de agarrarlo del morro y apretar no fue para nada feliz. Una Ucrania desplazada hacia la influencia comercial comunitaria combinada con la OTAN rodeando la base naval rusa del Mar Negro era algo que la oligarquía gobernante en Rusia no podía consentir. De aquellos polvos vinieron los lodos de la anexión de Crimea y la creación de un núcleo separatista en el borde oriental de Ucrania seguida de una guerra de baja intensidad que se ha cobrado ya catorce mil vidas ucranianas.
La tentación de remontar su prestigio ante sus conciudadanos mediante otra guerra triunfal está sin duda presente en sus cálculos en la hora actual
En este contexto, hay una serie de factores a tener en cuanta y a valorar debidamente. Rusia se encuentra desde hace tiempo en un claro declive económico con su PIB a la baja y una inflación preocupante. El poder adquisitivo de su población y su calidad de vida no han dejado de disminuir desde hace una década, con lo que la popularidad del presidente ruso, que alcanzó un máximo tras las breves y victoriosas agresiones contra Ucrania y Georgia, ha descendido a cotas demasiado bajas para su gusto. La tentación de remontar su prestigio ante sus conciudadanos mediante otra guerra triunfal está sin duda presente en sus cálculos en la hora actual. El brutal incremento de la represión interna es un signo evidente de que Putin se siente amenazado y que no le duelen prendas para consolidar su poder.
Otro elemento que sin duda está presente en las reflexiones estratégicas moscovitas es la percepción de Estados Unidos como una potencia decadente y de la UE como una pusilánime practicante del soft power sin músculo bélico. Su débil reacción tras la anexión de Crimea, sus cobardes pasteleos con Irán, su retirada caótica de Afganistán y el anuncio de Joe Biden de que no contempla una respuesta militar en caso de un ataque masivo ruso contra Ucrania, han llevado sin duda a Putin a la conclusión de que la operación podría serle rentable. Es necesario disuadirle poniendo en evidencia que los inconvenientes superarían a las ventajas.
Ya que parece que Vladimir Putin busca inspiración en la historia, sería bueno que conociese entera la de su país, no sólo la de los tiempos de Pedro el Grande y Catalina II
Descartada sensatamente por parte europea y estadounidense la opción de embarcarse en una respuesta armada a gran escala, quedan tres caminos a explorar, el de unas sanciones económicas y financieras realmente letales que fueran insoportables para el agresor, la cancelación del gasoducto Nordstream II y el suministro de armas, logística y tecnología militar a Ucrania en tal medida que hiciese que el coste para Rusia en bajas y material resultase inaceptable para su opinión pública. Estas acciones hostiles podrían ir acompañadas de una intensa labor diplomática que sentase a Rusia en una mesa de negociación en la que se le ofreciese la configuración de una nueva estructura de seguridad europea, la revitalización del proceso de paz de Minsk, la renuncia de Ucrania a unirse a la OTAN y el alivio de la presión sobre los ucranianos orientales de habla rusa en los ámbitos cultural y lingüístico.
Sería conveniente que el antiguo oficial del KGB que hoy rige los destinos de la nación más extensa del mundo no olvidase los precedentes de la guerra ruso-japonesa de 1904 ni el desastre en el que acabó el intento ruso de adueñarse de Afganistán en la década de los ochenta del siglo pasado. La derrota de las tropas zaristas por el Imperio del Sol Naciente fue un golpe muy severo a la monarquía, alumbró la revolución de 1905 y preparó su colapso en 1917. En cuanto al fiasco de Afganistán, fue el preludio de la descomposición de la Unión Soviética. Ya que parece que Vladimir Putin busca inspiración en la historia, sería bueno que conociese entera la de su país, no sólo la de los tiempos de Pedro el Grande y Catalina II, sino también episodios más recientes que seguramente le inspirarían comportamientos más prudentes y racionales.
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