Opinión

Guerra justa

El caso paradigmático de injusticia a la que es lícito responder con la fuerza es la defensa propia frente a un agresor

¿Es justa la guerra de Ucrania? La invasión de aquel país por las fuerzas armadas rusas ha devuelto al primer plano de la actualidad la cuestión clásica de si las guerras pueden ser justas, reabriendo una vieja discusión acerca de la ética de la guerra. Para quienes tienen inclinaciones pacifistas, el sintagma ‘guerra justa’ es poco menos que un oxímoron, una pura contradicción en los términos. ¿Cómo va a ser justa la guerra, vienen a decir, cuando produce muerte y destrucción a gran escala? Quienes suscriben el ‘realismo político’ concuerdan con que las duras necesidades de la guerra nada tienen que ver con las exigencias de la justicia, o con la moral en general, aunque lo hacen por razones completamente distintas a las del pacifista.

A partir de planteamientos muy distintos, pacifistas y realistas no cuestionan la justicia o injusticia de esta o aquella guerra concreta, sino que impugnan la idea misma de guerra justa. Ahí acaba la coincidencia. Para los primeros la idea de guerra justa es perniciosa porque sirve para justificar lo injustificable, dando patente de corso para recurrir a la violencia en la arena internacional y cometer los excesos inadmisibles que se producen en cualquier conflicto armado. Para los otros es una idea ilusoria, porque oculta las necesidades de la Realpolitik, las demandas de seguridad o los intereses nacionales en juego detrás de una fachada hipócrita; si no se revela dañina, cuando alienta un celo moralista fuera de lugar en las relaciones internacionales. De todo ello hemos escuchado a propósito del conflicto de Ucrania.

Atacada por unos y otros, ha sido con frecuencia malentendida, tergiversada, o se la despacha sin más como una vieja doctrina trasnochada

La tercera posición en liza, obviamente, es la de quienes sostienen la teoría de la guerra justa. Atacada por unos y otros, ha sido con frecuencia malentendida, tergiversada, o se la despacha sin más como una vieja doctrina trasnochada, ajena a las realidades de las guerras modernas, cuyo potencial destructivo no tiene parangón. Basta pensar en la amenaza de aniquilación total que encierran las armas nucleares. Seguramente por eso Jürgen Habermas descalificaba con pocos miramientos la doctrina de la guerra justa en el artículo sobre la paz en Ucrania al que nos referimos en la última columna:

‘Esta consideración por las víctimas de la guerra explica, por un lado, la abolición del ius ad bellum, el funesto “derecho” de los Estados soberanos a hacer la guerra a su antojo, pero también por qué la doctrina de la guerra justa basada en la ética no ha conocido ninguna forma de restauración, sino que ha sido abolida salvo en lo que respecta al derecho de legítima defensa del agredido’.

Como vemos, el alemán da por periclitada o ‘abolida’ la doctrina de la guerra justa. Antes de dar por buena su opinión, quizá convenga entender de qué va esa doctrina, pues para empezar no es propiamente una teoría, sino que no referimos a una amplia tradición de reflexión moral y legal sobre la guerra, que se ha ido elaborando y modificando a través de discusiones y revisiones a lo largo de siglos. Entre sus clásicos cabe contar a Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Francisco de Vitoria o Hugo Grocio, pero también contemporáneos como Michael Walzer y John Rawls. De hecho, contrariamente a lo que sugiere Habermas, el debate ético en torno a los principios de la guerra justa ha florecido en las últimas décadas con una pujanza intelectual extraordinaria. Tampoco es casual que Vitoria o Grocio figuren como padres del derecho internacional, pues éste ha recogido y codificado buena parte del legado de esa tradición, como prueban las normas del derecho humanitario. Para estar abolida no está mal.

La idea central en todo caso es que la guerra sólo puede ser justa cuando está sujeta a fuertes condiciones restrictivas, tanto en lo que respecta a las razones que la justifican como al modo de hacerla

La doctrina en realidad aborda dos grandes problemas en torno a la guerra: por una parte, en qué circunstancias es lícito recurrir a la fuerza y quién tiene autoridad para ello; por otra, de ser lícito, qué límites han de fijarse al empleo de la fuerza por los contendientes, por ejemplo en lo que afecta a la protección de los no combatientes o el tratamiento de los prisioneros de guerra, pues no todo puede estar permitido. De ahí que se divida tradicionalmente en dos partes, el ius ad bellum y el ius in bello, relativamente independientes, pero no del todo. Una de las contribuciones más interesantes de la literatura reciente ha sido desarrollar como tercera parte el ius post bellum, que se ocuparía de las condiciones de una paz justa o la persecución de crímenes de guerra, entre otros asuntos. La idea central en todo caso es que la guerra sólo puede ser justa cuando está sujeta a fuertes condiciones restrictivas, tanto en lo que respecta a las razones que la justifican como al modo de hacerla.

Sorprende por eso la mención del ius ad bellum como un supuesto ‘derecho de los Estados a hacer la guerra a su antojo’, cuando se trata de lo contrario. Para que una guerra sea lícita, no basta con que la declare una autoridad legítima, sino que ha de contar con una justa causa, pues ha de emprenderse con el propósito de poner remedio a una injusticia de enorme gravedad, usando la fuerza sólo en caso de necesidad como último recurso. Tales criterios excluyen por supuesto el afán de conquista, de gloria o la explotación de recursos materiales, pero también las cruzadas ideológicas, como explicó Vitoria, ya se trate de expandir la verdadera fe o la democracia. El caso paradigmático de injusticia a la que es lícito responder con la fuerza es la defensa propia frente a un agresor, pero también la defensa de un tercero frente a un agresor más fuerte, lo que se aplica perfectamente al caso de Ucrania. Por lo demás, la ayuda a la víctima agredida, como la legítima defensa, ha de ser calibrada prudentemente de acuerdo con los requisitos de necesidad y proporcionalidad.

Según este tipo de argumento, los costes humanitarios de la guerra son siempre mayores que el bien de luchar por una buena causa. Lo discutible está en el ‘siempre’

Es aquí donde se plantea la discrepancia insalvable entre el teórico de la guerra justa y el pacifista. Frente al realismo, ambos comparten la convicción de que la guerra, como cualquier actividad humana, no puede escapar al juicio moral; más aún cuando las decisiones y actos de los contendientes causan muerte y destrucción. El hecho mismo de que los agresores disfracen lo que hacen bajo falsos pretextos pone en evidencia que la guerra nunca ha sido, ni puede ser, un espacio exento de moralidad. Para el pacifista, sin embargo, la guerra no puede ser lícita bajo ningún supuesto, por lo que su condena moral es absoluta e incondicional.

Es verdad que hay pacifistas de muy diverso pelaje, no pocos de inspiración religiosa; incluso hay quienes que se hacen pasar por tales sin serlo, como estamos viendo en la discusión sobre Ucrania. Como posición de principio, el pacifismo está abierto a objeciones serias, pues no es tan fácil justificar ese rechazo incondicional. Hay argumentos que no funcionan, como los de corte consecuencialista. Según este tipo de argumento, los costes humanitarios de la guerra son siempre mayores que el bien de luchar por una buena causa. Lo discutible está en el ‘siempre’, pues del cálculo de las consecuencias no puede salir nunca una condena incondicional; dependerá de las circunstancias de cada caso bélico.

La objeción clave tiene que ver con aquellas situaciones en las que el defensor de la guerra justa considera legítimo recurrir a la fuerza: ¿sería mejor un orden internacional donde los agresores triunfaran sin encontrar resistencia por parte de sus víctimas o de terceros, donde el precio de la paz fueran las peores violaciones de derechos y la injusticia? Porque renunciar a enfrentarse al agresor con una fuerza efectiva es dejar que triunfe el mal, abandonando a su suerte a las víctimas. La resistencia puede ser no violenta, suelen argüir los pacifistas, pero hay motivos para dudar de su efectividad. Ésta dependerá en el mejor de los casos de los escrúpulos del agresor y no funcionará si está decidido a adoptar las represalias más brutales. Como bien señaló Orwell, Gandhi se enfrentó a los británicos, no al Tercer Reich.

Se dice que el idealismo del pacifista no es de este mundo, pero curiosamente la búsqueda de la paz a cualquier precio puede llevarlo muy cerca del realista, al imperio irrestricto de la fuerza. Los clásicos de la guerra justa, en cambio, sabían muy bien que la paz puede rivalizar en crueldad e injusticia con la guerra. Por eso no dudaban de la licitud del recurso a la fuerza bajo supuestos bien tasados ni de la necesidad de restringirlo todo lo posible. Por ello, contrariamente a lo que a veces se dice, hay poco de celebratorio en la tradición. Agustín de Hipona, a quien se sitúa en sus orígenes, marcó bien el tono de ésta cuando dijo que cualquier persona sensata deplorará ‘el hecho de tener que reconocer la existencia misma de guerras justas’.

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