Creo que habrá práctica unanimidad entre los ciudadanos de cualquier país para considerar a la ciencia como una actividad netamente positiva y rentable para el ser humano. Lo que supone de prosperidad, aumento de confort, garantía de supervivencia y generación de bienestar en el sentido más amplio del término, es incuestionable para cualquier persona más o menos racional. A todo ello, y para los que nos dedicamos a esto de la investigación, se le podría añadir el absoluto placer intelectual que nos causa el puro y duro aumento del conocimiento. En cualquier caso, está claro que la ciencia es un gran invento.
Pero conviene mucho, muchísimo, analizar dónde radica el secreto del éxito de la práctica científica. No está necesariamente en la brillantez de las mentes de los que la trabajan (que también), ni en las partidas presupuestarias que maneja (que siempre son insuficientes). Está en su método.
El método científico, dando una visión muy sintética de algo que es bastante complejo, viene a resumirse en la idea de que toda propuesta novedosa debe ser experimentable para comprobar si tiene fallos. Si ése es el caso, la hipótesis se desecha como falsa. Solo si sobrevive a las múltiples pruebas de fuego a las que se somete sin piedad, se admite como verdadera. No obstante, y fíjense si somos autoexigentes los científicos, esta etiqueta de verdad se considera provisional, esto es, siempre se deja la puerta abierta a que alguien, en otro contexto, con otra tecnología, en otro país, en otro tiempo o con otro planteamiento, pueda demostrar que es falsa. Y así avanzamos. De aquí se extrae una conclusión muy importante: la base del avance científico es la pura y absoluta humildad. Es la consciencia de nuestras limitaciones. Es la asunción de partida de que es factible que estemos equivocados.
Insoportable acritud
Ahora vamos a armarnos de valor y estoicismo para intentar localizar dónde está (si es que existe), la humildad en nuestro contexto social. Buscamos, buscamos… y nos deprimimos en el intento. Estamos viviendo un momento donde resulta realmente muy difícil debatir, dialogar o tan siquiera opinar sin vernos abducidos por una insoportable acritud. Sea el entorno que sea, las conversaciones se ven, rápidamente, absorbidas en una especie de remolino de violencia verbal que enmaraña las ideas, aturde los entendimientos y desordena el raciocinio. Desaparece la valoración de “el otro”. No se le escucha porque se da por supuesto que no se puede aprender nada él. “El uno” lo sabe todo, lo conoce todo, lo domina todo. Es la antítesis de la humildad. Es la encarnación absoluta de la
soberbia.
Los ciudadanos de a pie, que nos hemos educado en un contexto de democracia, respeto, educación y valoración de las buenas formas, nos encontramos desorientados y bastante incómodos en esta corriente de mal proceder que todo lo envuelve y todo lo empapa. Es una contaminación de agresividad que nos ahoga y entristece. A esta negativa
sensación se le suma la horrible impresión de que todo es peor que ayer pero mejor que mañana.
La soberbia animaliza mientras que la humildad instruye. Lasoberbia idiotiza y entorpece mientras que la humildad ilustra y capacita
Si contraponemos estas dos posturas antitéticas, la humilde de la ciencia y la soberbia de gran parte de nuestra sociedad, obtendremos una lectura fácil de la consecuencias. La humildad lleva consigo un enriquecimiento total y absoluto del propio y del ajeno pero, sobre todo, del todos. La soberbia, por su parte, tan solo acarrea un embrutecimiento progresivo, una ignorancia creciente y un empobrecimiento generalizado de la sociedad. La soberbia animaliza mientras que la humildad instruye. La soberbia idiotiza y entorpece mientras que la humildad ilustra y capacita.
Pero, ¿por qué estamos llegando a esta situación tan poco aconsejable para una sociedad que quiere (y debe) avanzar? Pues porque hemos dejado de tener como referente a “los que saben de un tema” y los hemos sustituido por “los que rentan para una causa”. Dicho de otro modo, la idea está siendo anulada por la ideología. No importa nada la calidad de lo que se dice sino la posición que ocupa quién lo dice. No interesa el curriculum de quien habla sino su filiación política. No se escoge al válido para afrontar -un proyecto sino al que “es de la cuerda”. Y así nos va.
Con humildad (no podría ser de otra forma), propongo hacer un giro respecto a la forma de encarar “la novedad”. Los científicos estamos todo el santo día leyendo lo que publican los otros para estar al tanto de los avances que se van generando en nuestras respectivas áreas de conocimiento y líneas de investigación. Pero lo hacemos a ciegas, esto es, no sabemos prácticamente nada de “los otros”. En los trabajos que se editan no figuran ni edad, ni afiliación política, ni raza, ni color, ni religión ni ningún dato ajeno a la propia producción científica. De hecho, ni siquiera sabemos si son ellas, ellos o elles, porque el nombre se limita a la inicial.
Aquí no hay enchufes, ni compadreos ni amiguismos ni todo el vergonzoso clientelismo que pudre el modus operandi de la política. Aquí los trabajos se someten a la dura criba de la revisión
No obstante, eso no significa que leamos cualquier cosa. Filtramos muy mucho lo que leemos y lo que nos orienta en nuestro trabajo diario. De hecho, somos extraordinariamente selectivos a la hora de elegir nuestros referentes. Nos guiamos por los índices de calidad de las revistas en las que se publican los resultados. Sin más. Y lo hacemos porque para publicar en las revistas científicas has sufrido el más duro y objetivo criterio de selección. Aquí no hay enchufes, ni compadreos ni amiguismos ni todo el vergonzoso clientelismo que pudre el modus operandi de la política. Aquí los trabajos se someten a la dura criba de la revisión por pares donde, sin figurar las autorías, especialistas anónimos validan la calidad del trabajo, aceptándolos o denegándolos para su publicación.
Aun teniendo muchos defectos y asumiendo que hay mucho que mejorar, no hay color con el sectarismo bochornoso que impregna muchas actuaciones de la administración pública. En cualquier caso, y asumiendo que esta forma de proceder es inviable en las rutinas del día a día de una sociedad tan poliédrica como la nuestra, sí que sería interesante cambiar la costumbre del “seguir la consigna de los nuestros” por la de “escuchar a los que saben”.
Asumo que soy una idealista incorregible pero sería fantástico acordar un sistema en el que la calidad intelectual del referente fuera el criterio a valorar y no su filiación, su simpatía, su posicionamiento político o el número de seguidores de su Instagram. Y como los buenos propósitos deben empezar por uno mismo, reflejaré en este artículo otro aspecto que nunca se olvida en el proceder científico. Me refiero a las justas y merecidas citas. Como “Nada humano me es ajeno” (Homo sum, humani nihil a me alienum puto, Terencio dixit) y me intereso por casi todo, me vi la entrevista que Jenaro Castro le hizo a Juan Luis Cebrián en el programa Plano General de La 2. Te guste más o menos el entrevistador, el entrevistado, la cadena, o el que le lleva los bocatas al técnico de iluminación, Cebrián es una referencia en el panorama periodístico español.
Consecuentemente, pensé que seguro que algo interesante podría aprender de sus palabras. Y así fue. En algún momento de la conversación, afirmó que “…la ideología es un castigo para las ideas…”, frase con la que me sentí absolutamente identificada, que despertó mis ganas de profundizar en ella y que me empujó a una serie de reflexiones que terminaron dando forma a este artículo.
Al fin y a la postre, en eso consiste la intelectualidad, en generar pensamiento reflexivo.
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