He pensado siempre que los artículos de opinión que se publican en los periódicos –este mismo, por ejemplo– aspiran a resultar útiles a alguien. No sirven para que el lector se entere de qué piensa sobre esto y lo otro tal o cual escribidor; eso rara vez le importa a nadie, salvo que seas una celebridad. Lo que intentamos –lo que intento yo, por lo menos– es mover a reflexión a algunas personas, por pocas que sean, con la esperanza de que quizá alguna de ellas modifique en algo su actitud, adopte alguna idea quizá nueva, piense al menos un poco. Es una esperanza seguramente vana, pero es la única que tengo. Sé muy bien que, desde hace ya mucho tiempo, una gran cantidad de lectores buscan determinados periódicos y siguen a determinadas firmas no con la intención de razonar o incluso de aprender algo, sino con la voluntad decidida de que les afiancen en aquello que ellos ya pensaban; es decir, de que les calienten la cabeza, nada más. Yo no sé hacer eso. No tengo adscripciones partidistas. Ni las quiero. Pero me gusta pensar por mí mismo y estimular a otros hacerlo. Esa es toda la utilidad que busco cuando escribo.
Lo que hoy quiero contarles pilla lejos, pero los conceptos de cerca y lejos han encogido mucho en lo que llevamos de siglo. Llevo días dándole vueltas a un discurso que vi en televisión hace algún tiempo, porque ahora lo vuelven a poner. Y estoy de acuerdo con quienes dicen que es el discurso político más peligroso y dañino que se ha oído en Estados Unidos desde que Jefferson Davis pronunció la proclama de independencia de los Estados Confederados, el 18 de febrero de 1861, y desató una guerra civil que duró cuatro años y se llevó por delante 600.000 vidas.
El discurso al que me refiero lo pronunció Donald Trump en la noche del 3 de noviembre de 2020. Dijo: “Nos hemos preparado para ganar estas elecciones y, francamente, hemos ganado las elecciones”. Era mentira. Quiero aclarar esto: mentir es decir algo que uno sabe que no es cierto. Trump apareció ante los medios, rodeado de banderas, después de que su cadena favorita, Fox News, anunciase que el estado de Arizona (uno de los “estados clave” para el resultado final) había votado a Joe Biden por una corta mayoría. Trump lo sabía. Como sabía que faltaban muchos cientos de miles de votos por contar en otros lugares. La gran mayoría de sus asesores le habían aconsejado que esperase un poco para cantar victoria, pero no hizo caso. Sabía que había perdido. Pero jamás lo reconocería.
¿Por qué no hizo caso? Pues porque tenía un “plan B”. Si perdía, su intención era pisar a fondo el acelerador con otra mentira que llevaba repitiendo varias semanas: que había habido fraude electoral. Que los comicios estaban amañados. Que le habían robado las elecciones. Y esto también lo dijo en el funesto discursito del 3 de noviembre. Repitió que él había ganado por una enorme diferencia de votos, cientos de miles. Y que quien dijese lo contrario estaba apoyando el fraude.
Se negó a colaborar en aquella patraña del fraude electoral porque sabía que eso era, además de anticonstitucional y prácticamente imposible, “una gilipollez”, como le dijo al propio Trump
Lo que sucedió entonces no debería ser olvidado jamás. En un país tan polarizado, tan partido por la mitad (políticamente) como EE UU, hubo una corta pero significativa cantidad de políticos y juristas de irreprochable adscripción republicana que se negaron a seguir el plan de Trump, porque sabían que conducía a algo extraordinariamente parecido a un golpe de Estado… urdido por el propio presidente.
El primero fue el Fiscal General de EEUU (algo así como un “superministro” de Justicia), William Barr. Había sido nombrado por Trump. Era un “trumpista” acérrimo y además amigo personal del presidente. Pero se negó a colaborar en aquella patraña del fraude electoral porque sabía que eso era, además de anticonstitucional y prácticamente imposible, “una gilipollez”, como le dijo al propio Trump. La reacción de este fue destituirle fulminantemente, ponerlo verde en las redes sociales y sustituirlo por alguien más obediente.
Este fue Jeffrey Rosen, y se nombró además un “vicefiscal”: Richard Donoghue. Ambos republicanos. Ambos trumpistas acreditados. Pero los dos creían en el sistema democrático y, lo mismo que Barr, se negaron a difundir desde su cargo aquello del fraude, porque sabían que era mentira. Reacción de Trump: destituirlos también a ellos (todo esto sucedió en pocas semanas) y nombrar a un oscuro abogado que trabajaba en el Ministerio, Jeffrey Clark, que sí estaba dispuesto en ayudar a Trump a perpetrar –esta vez sí– el fraude electoral que este pretendía.
"Denme un respito, chicos"
No llegó a nombrar a Clark porque le dejaron claro que dimitirían cientos de personas en la Fiscalía General. Pero hizo otras cosas. Llamó al secretario de Estado de Georgia, Brad Raffensperger; le dijo que en su estado habían votado “más de diez mil fallecidos”, que las máquinas de votar Dominion estaban trucadas y que se habían pasado votos suyos a Biden “varias veces”. Raffensperger, republicano de toda la vida y partidario de Trump, se limitó a decirle que esos datos eran “erróneos”, que eran puras invenciones. Trump le dijo otra frase famosa: “Encuéntrenme once mil votos, chicos, ¡denme un respiro! ¿Acaso no somos todos republicanos?”. Raffensperger le dijo que no había ningún voto que encontrar. Fue otro de los “trumpistas” que se negaron a hacer trampa y a faltar a su juramento constitucional.
Llamó al presidente de la Cámara de Representantes de Arizona, Rusty Bowers, otro conocido “trumpista”, y le pidió que cambiase los votos a Biden por votos para él. Bowers dijo: “No lo podía creer, pensé que estaba en otro planeta”, y añadió: “Yo quería que ganase Trump, pero me negué a hacer trampas para que ganase. No voy a romper mi juramento”. Y no lo hizo.
Hubo muchas llamadas más, todas parecidas. Los abogados de Trump presentaron más de 60 recursos ante los tribunales para que estos investigasen el “fraude electoral”. Los perdieron todos. Finalmente, Trump hijo enrojecer de vergüenza a su propio vicepresidente, Mike Pence, exigiéndole que, en la reunión del Senado para certificar los votos electorales (esa reunión la presidía el propio Pence), se negase a ratificar el resultado y anulase las elecciones. Pence respondió que no podía hacer eso, que era ilegal. Y Trump le preguntó si era un patriota o un marica (“pussy”). Eso iba a ser el 6 de enero de 2021.
El asalto duró más de tres horas, exactamente 187 minutos. Luego apareció ante las cámaras para pedir a la gente que volviese a su casa “en paz”, no sin antes decir a aquellos salvajes que les quería y que eran “especiales”
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, convocó por redes sociales una marcha hacia el Capitolio para impedir la ceremonia de la ratificación de los votos: “Acudid, ¡va a ser salvaje!”, tuiteó. Se reunió una turba de unas 30.000 personas, muchas de ellas armadas. En un mitin previo, Trump les animó a luchar si no querían “quedarse sin país”. La turba tomó al asalto el Capitolio y destrozaron todo lo que encontraron mientras, alentados por el presidente, buscaban al vicepresidente Pence para lincharlo; el asalto dejó cuatro muertos mientras Trump estaba sentado en la Casa Blanca viéndolo todo por la tele y negándose a decir algo que detuviese la violencia; se lo llegó a pedir hasta su hija, Ivanka. No hizo caso. Eso duró más de tres horas, exactamente 187 minutos. Luego apareció ante las cámaras para pedir a la gente que volviese a su casa “en paz”, no sin antes decir a aquellos salvajes que les quería y que eran “especiales”.
Bien. Pues este es el hombre que puede volver a ganar la elección presidencial dentro de semana y media. Sus abogados han logrado retrasar el juicio hasta después de las elecciones. Si Trump gana, impedirá que ese juicio se celebre. Esa es una de las razones por las que quiere volver a ser elegido.
Poner en peligro el planeta
Este es el hombre que dice que necesita “generales como los de Adolf Hitler, que obedecen sin rechistar”. El hombre que ha dicho varias veces que no dudaría en usar al ejército contra su propio pueblo. El hombre al que su antiguo jefe de gabinete (su mano derecha), John Kelly, ha calificado, sin medias tintas, de fascista. El hombre que puede acabar con la democracia en EE UU. El hombre que puede poner en peligro al planeta entero.
Pero nosotros, ustedes y yo, no podemos votar, aunque de esa elección dependan cosas que nos afectarán directamente a todos. Por eso este artículo es, en lo esencial, inútil: no lo leerá nadie que pudiera pararse a pensar y cambiar su voto el día 5 de noviembre, en cualquier pueblo de la América profunda.
Lo que pasa es que hay cosas que, si no las escribes, revientas.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación