Opinión

Un día más

Cuando estas líneas sean tuyas, será de nuevo sábado. Un sábado frío y lluvioso -según dicen los pronósticos- de finales de febrero. El calendario de tu teléfono te recordará en números negros que estamos ya a día 24 y entonces pensarás, quizá,

Cuando estas líneas sean tuyas, será de nuevo sábado. Un sábado frío y lluvioso -según dicen los pronósticos- de finales de febrero. El calendario de tu teléfono te recordará en números negros que estamos ya a día 24 y entonces pensarás, quizá, en lo rápido que se diluye el tiempo como el café soluble en la leche; en que has sobrevivido al invierno sin colocarte apenas guantes; en que no hace tanto -anteayer- estabas brindando con champagne entre confeti y adornos navideños por las cosas buenas que vendrían tras la Nochevieja, justo después del instante en el que el reloj pasa de las 23:59 a las 00:00 del uno de enero. Como si el destino pudiera cambiar de forma radical en sólo un minuto, como si sesenta segundos tuvieran la capacidad de transformarlo todo… o ¿acaso no la tienen?

Que se lo pregunten a Ucrania, a su pueblo. Dos años, 730 días, llevan sus ciudadanos escribiendo su historia con tinta roja y caliente. La que derraman los cuerpos de las víctimas que han caído y siguen cayendo abatidos por las bombas desde que aquella maldita madrugada del 24 de febrero de 2022, sus despertadores quedaran silenciados por el sonido de las sirenas antiaéreas y por el estruendo que provocan las palabras cuando salen de boca de un dictador que comunica al mundo una guerra camuflada bajo “una operación militar especial” en una determinada región que, a esa hora, antes del amanecer, debería estar en plena ensoñación.

Las cábalas vacías en tertulias de televisión sobre el tiempo que duraría aquella invasión rusa. Las cifras de fallecidos. El salto al estrellato de un presidente sin experiencia

De aquellos días lejanos en los que no había espacio entre líneas para ninguna otra noticia, me vienen muchas cosas a la mente como ráfagas de luz y chispazos destellantes. Las cábalas vacías en tertulias de televisión sobre el tiempo que duraría aquella invasión rusa. Las cifras de fallecidos. El salto al estrellato de un presidente sin experiencia conocido hasta entonces por haber interpretado semejante papel sólo en una serie de televisión. Los vídeos difusos del primer conflicto retransmitido en tiempo real a través de redes sociales. Las conexiones en directo con personas escondidas en búnkeres o en las profundidades del metro. El éxodo. Las imágenes dolientes de niños ocultos tras mochilas de colegio reconvertidas en maletas, arrastrando sus diminutos pies por caminos enfangados hacia un país desconocido y libre de balas. Los trenes abarrotados de gente y despedidas. Las miradas -qué miradas- a través de las ventanillas de un vagón que más que mirar, gritaban angustiadas. Los padres agitando sus manos en la estación en señal de adiós o tal vez de un hasta siempre. La destrucción. El dolor esparcido como la sal en días de nieve por aceras, calles y carreteras. La solidaridad de los pueblos convertida hoy en polvo del desierto. La inexperiencia en el campo de batalla. El miedo en los ojos de unos soldados ucranianos sin armas ni trincheras previas, sin cicatrices. Las clases aceleradas para montar un Kalashnikov. Los ataques. Contra todo. Contra todos sin excepción.

Hay muchas imágenes que quedarán para siempre adheridas al álbum fotográfico de esta guerra, pero estos días -quizá por mi condición de mamá inminente- pienso sólo en una, en aquella que fue incluso merecedora del World Press Photo. Como si el mérito fuera de los que retratan y no de los retratados que viven más pendientes de no ser captados por otra clase de objetivos. Busco en la hemeroteca esa instantánea que dio la vuelta al planeta y que tenía como protagonista a una mujer embarazada, Irina, de 32 años, evacuada en camilla de un hospital de maternidad bombardeado en la ciudad de Mariúpol. Una escena oscura y sombría por el ramaje del suelo, por los edificios raquíticos tras las explosiones. Una escena en la que resalta el rojo del pañuelo que hace las veces de sábana y sobre el que permanece tendida la chica mientras varios miembros de los servicios de emergencia tratan de salvarla de tanta devastación. Pero, mis ojos sólo son capaces de ver cómo su mano izquierda sujeta el bajo vientre pronunciado que se atisba fuera de unos pantalones negros ensangrentados en un último y desolador intento, tal vez, por proteger a su retoño. “¡Matadme ahora!”, contó el fotoperiodista que suplicaba aquella madre que nunca llegaría a serlo porque el bebé nació sin vida y porque ella se fue con él horas después. Esa fotografía es la única que consiguió sobrevivir a ese instante. Una instantánea inmortal donde todo es muerte desde hace dos años.

Y ¿qué queda hoy de aquello, de tanto? ¿Qué recuerdas tú del conflicto? ¿Qué recuerda el mundo? ¿Qué memoria pervive entre el olvido? Es probable que, pasados dos años, esta guerra se reduzca a un mísero espacio entre vídeo y vídeo en un informativo cualquiera de un día más; de un sábado más de finales de febrero con pronóstico helador en el que ya no hay manos para sostener y dar calor a un pueblo que sigue respirando el frío que disparan las armas.

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