En 1804, Napoleón ordenó el asesinato de Luis Antonio de Borbón, duque de Enguien y último miembro de la casa de Borbón-Condé. Sus propios ministros, consternados, consideraron que había sido un crimen, porque no pudo defenderse y además no participaba en ninguna conspiración contra el poder. Solo el inteligentísimo y desalmado Joseph Fouché, (cuya biografía escrita por Stefan Zweig es una verdadera obra maestra del género), entonces ministro de la policía, corrigió a sus colegas de gabinete con una frase que ha hecho historia: “C’est pire qu’un crime, c’est une faute”. Traducido a nuestro idioma, “es peor que un crimen, es un error”. Efectivamente, lo fue, y trajo nefastas consecuencias políticas.
Algo así podría decirse de la ceremonia de inauguración de los juegos olímpicos que tuvo lugar en el mismo escenario doscientos veinte años después. No solo es que haya sido innecesariamente irrespetuosa, es que ha sido un error. Y también, y esto es mucho peor, un aburrimiento.
No me cabe duda que cuando el muy moderno Thomas Jolly vendió su proyecto de ceremonia al comité de organización de los juegos alrededor de una lujosa mesa de reuniones la cosa sonó fantástica: La ceremonia usaría la propia belleza de París y no se vería constreñida a las dimensiones de un estadio. Todo lo contrario, se extendería por la ciudad usando como eje y guía la majestuosa Torre Eiffel. Los atletas, que desfilarían en barcazas por el Sena como reyes y emperadores barrocos, recibirían al lento paso de las embarcaciones la aclamación del público congregado en sus orillas como nuevos semidioses del Olimpo. Una ceremonia con toda la Grandeur de la bella Francia, que sería el asombro y la admiración del mundo. Y encima moderne, inclusive e integradore, con “e” de fluide. Los señoras y señores del comité, ejemplo vivo de la ley de Peter según la cual toda persona adscrita a una organización asciende en la jerarquía hasta llegar a su máximo nivel de incompetencia, asintieron entusiasmados. No me cabe duda de que todos ellos han recordado el funesto instante en que dieron luz verde al despropósito cuando se han visto hoy en la desagradable necesidad de disculparse ante el mundo por las ofensas cometidas tan innecesaria como estúpidamente.
No solo es que haya sido innecesariamente irrespetuosa, es que ha sido un error. Y también, y esto es mucho peor, un aburrimiento.
Se ha hablado ya hasta la extenuación del absurdo remedo de Última Cena constituido por un grupo de drag-queens presididos por una señora entrada en carnes con corona a la que tuvimos que soportar en nuestras televisiones en largos primeros planos de un feísmo gratuito que no venía a cuento. Al margen de que estas presuntas transgresiones tendrían más valor y serían más coherentes si no fueran solo contra la única religión que asume los insultos pacíficamente y se metieran por una vez con religiones que se toman más en serio a sí mismas como por ejemplo el islam, llamó poderosamente la atención la visión de un solo niño pequeño en medio de los adultos semivestidos que se congregaban alrededor de la mesa del akelarre. Su presencia allí resultaba extraña y sumamente perturbadora, y no podíamos dejar de preguntarnos en qué demonios estaban pensando sus padres dejándolo participar en semejante ceremonia.
Bajando a tierra, también es importante hablar de asuntos más prosaicos, como la falta de respeto para con los espectadores que pagaron sus entradas a precio de oro y se trasladaron desde sus países hasta París para acabar no viendo nada. Si acaso una barcaza allá a lo lejos con las cabecitas de los atletas arremolinadas como garbanzos en una olla. La ceremonia estaba pensada para ser transmitida y no para ser presenciada en directo, pero se olvidaron de avisar al público dispuesto a verla en persona y sobre todo a pagar por el privilegio precios elevadísimos. Tanto para tan poco y encima a remojo durante las cuatro horas de duración del acontecimiento.
A los atletas, que debieron ser los protagonistas, se les hurtó el momento de gloria que llevaban tantos años esperando. No hubo desfile propiamente dicho ni les vimos caminar con la gracia de sus cuerpos trabajados de aquí para allá mientras saludaban felices. Apretujados en sus respectivas embarcaciones, desde barquichuelas hasta barcazas en un alarde de clasismo entre selecciones nacionales que el paso a pie por un estadio hubiera borrado, los atletas no se lucieron. Mucho me temo que sus familias allá en el pueblo se vieron incapaces de distinguir entre tanta cabecita la de su chico o chica. Una estafa a todos ellos, si me preguntan ustedes por mi opinión, y una pesadez de desfile que provocaba en el espectador las ganas de tirarse al arroyo más cercano con tal de no ver un solo pato inflable más con un atleta saludando encima.
Es verdad que los últimos minutos, con el último relevo de antorcha con Rafa Nadal y Céline Dion renaciendo de sus graves problemas de salud como ave fénix cantando por Edith Piaf, arregló un poco la cosa y trajo la emoción que había faltado desde el principio, pero no justificaban el haber perdido esas horas de nuestra vida desgraciadamente finita viendo semejante despropósito. Al día siguiente podía verse en YouTube un video con los últimos diez minutos del evento que eran los únicos que merecieron la pena. Y no por el escándalo, o por las ofensas gratuitas al cristianismo, o por esa inclusividad que lo incluye todo menos aquello y aquellos a lo que pretende muy conscientemente faltar al respeto, sino porque fue una ceremonia soporífera. Un error, habría dicho Fouche de haberla presenciado. Un error irreparable. Y como siempre en su larga carrera política, hubiera tenido razón.
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