Cómo puede cambiar todo tanto en cuestión de segundos. Me asomo al vídeo una y otra vez. En bucle. El de una madre cualquiera -podrías ser tú- grabando a su hija de cuatro años, sonriente, empujando su carrito rosa y negro cuyo manillar alcanza a duras penas con esa estatura minúscula. Son las 9:38 minutos de la mañana. Eso pone, al menos, en números blancos sobre el video que quedará por siempre en las redes sociales. Uno más, de tantos. Una escena cotidiana, de la vida, si no fuera porque se capta en un país que, aunque quizá lo hayamos olvidado, continúa en guerra. Lo que sigue a esta escena es una fotografía en la que aparece ese mismo cochecito, derribado en el suelo, ensangrentado, junto a un cuerpo diminuto y ya inmóvil.
La pequeña, con síndrome de Down, se llamaba Liza. El pasado 14 de julio, se dirigía con su mamá a ver a un logopeda cuando los misiles rusos cayeron como la lluvia sobre la ciudad de Vinnytsia, a unos 270 kilómetros de Kiev, lejos del frente de batalla; lejos, supuestamente, de las coordenadas en las que sigue empeñado el monstruo. Y quizá eso engañó a unos 370.000 habitantes que consideraban ya su ciudad un lugar “seguro”. Y quizá eso les llevó a simular, otra vez, la vida previa al 24 de febrero del 2022. Se olvidaron de que Putin les vigilaba desde arriba, como el águila que observa a su presa y se lanza en picado para cazarla desprevenida.
Nos llevamos las manos a la cara al ver los muertos esparcidos sobre el asfalto de un lugar en el que, hacía no tanto, nuestros futbolistas habían jugado una Eurocopa
Cinco meses se cumplen este fin de semana de la invasión rusa. Los primeros días nos pareció escuchar el sonido de las balas a nuestra espalda. Sentir casi el temblor del suelo por el estruendo de las bombas. Nos llevamos las manos a la cara al ver los muertos esparcidos sobre el asfalto de un lugar en el que, hacía no tanto, nuestros futbolistas habían jugado una Eurocopa. Nos imaginamos con lo puesto bajando a lo más profundo del metro y nos llegamos a plantear qué escogeríamos, de toda nuestra vida, para meter en la mochila o la bolsa de plástico con la que partir, tal vez, en cualquier momento, en un tren sin destino. Y todo, porque pensamos que esta guerra nos iba a estallar encima. Se nos llenó la boca de repetir hasta la saciedad que el conflicto había explosionado a las puertas de Europa. Contamos los kilómetros que nos separaban de aquel país, las horas de vuelo… “cuatro”, decíamos, como si la contienda pudiera embarcar en el aeropuerto y viajar en avión.
Para finales de mayo ya habíamos abierto nuestros brazos solidarios a unos 125.000 ucranianos y nos convertíamos en el cuarto país europeo que más protección ha ofrecido a los refugiados ante tamaña crisis migratoria. Pasado el tiempo, sin embargo, son muchos los que, a pesar de las ruinas, han vuelto al lugar del que partieron por no encontrar el cobijo que esperaban en España.
La diplomacia 2.0
Pusimos, también, nombre, por primera vez, a un hasta entonces casi desconocido presidente ucraniano. Un actor popular de series de éxito sobrepasado por el giro de guion, convertido ahora en símbolo de la resistencia y con el respaldo de más del 90 por ciento de su población por su papel de héroe en el conflicto. Nos conmovieron sus apariciones por videoconferencia en los parlamentos de Europa y Estados Unidos en los que pedía ayuda con unas palabras escogidas hábilmente en función del escenario. La diplomacia 2.0 en pleno siglo XXl.
Y después de todo, lo único que nos preocupa ahora de esta guerra sin final inminente es nuestro gas de cara a otoño o el aumento desorbitado de los precios. Poco más. Tengo la sensación de que es algo así como las fotos más nítidas y profundas jamás tomadas del universo y obtenidas por el telescopio James Webb, que se han publicado estos días. Unos cuadros hermosos salpicados de puntos de luz desiguales. Instantáneas que nos permiten ver lo que ocurrió hace más de 13.000 millones de años. Pero, ¿dónde nos queda eso? Casi tan lejos como lo que está ocurriendo en una Ucrania que sigue llorando a sus muertos.
Observo detenidamente el video del entierro de Liza. El viento azota el cementerio y el cielo está gris en un lugar en el que nunca más salió el sol. Parece invierno en pleno verano. Entre el sonido de los violines, se cuelan los sollozos descarnados de una abuela que todavía le lanza palabras a su nieta como si pudiera escucharle. Y ese padre. Ese hombre desgarrado que envuelve con sus brazos el rostro inmaculado de una hija que yace en un féretro lleno de osos de peluche. La madre no está. Permanece en una Unidad de Cuidados Intensivos sin saber el final del video que grabó y que colgó en su perfil aquel 14 de julio. El último registro con vida de su pequeña. Su última sonrisa. La mejor arma para combatir esta batalla infinita.