Violada, vejada, golpeada, abandonada en plena calle con un fortísimo traumatismo craneoencefálico, intervenida de urgencias, teniendo que volver a pasar por quirófano por una ilestomía sumando, en total, cinco las operaciones que ha sufrido esta adolescente, casi una cría. El resumen es terrible: pérdida de audición en un oído, desgarros internos y secuelas por los golpes en la cabeza. Daños físicos que, aún y su gravedad, no son comparables con los psicológicos. Porque la víctima tiene dieciséis años. Piensen. Dieciséis. El monstruo que se creyó con poder de vida y de muerte sobre la chiquilla ya está detenido por los Mossos. Tiene veinte años, es de nacionalidad boliviana, vive en la misma ciudad que ella y tiene antecedentes por agresiones sexuales.
La primera pregunta es ¿qué hace una bestia así circulando libremente por la calle? Teniendo antecedentes tan graves ¿nadie pensó en deportarlo? ¿Nadie creyó que lo mejor era ingresarlo en un centro penitenciario? Las respuestas son terribles y hay que decirlas en voz alta. Nuestro sistema penal es garantista, no cree en el castigo sino en la reinserción, jueces y policías carecen de los medios necesarios para proteger debidamente a la sociedad de estas alimañas y, lo peor, existen formaciones políticas que se llenan la boca con la palabra feminismo pero luego son incapaces de iniciar la más mínima acción en defensa de las mujeres violadas si no son de su partido o si el agresor es de otra nacionalidad que no sea la española.
Lo cual nos lleva a la segunda pregunta: ¿cuál de estos dos monstruos es peor, el que agrede, viola, destroza y se encarniza con sus víctimas o el que hace distingos entre las mismas en función de sus propios intereses políticos y calla o habla según le convenga? Yo digo que ambos. El asesino violador es una bestia sin alma, un ser abyecto sin el menor resquicio de humanidad. Y que no me vengan con los problemas mentales, los traumas, las culturas de procedencia o lo que sea. Eso se lo dicen a la madre de la cría, a ver qué les responde. Lo psiquiatras dicen que es casi imposible que un elemento perteneciente a esta clase pueda rehabilitarse. Y es cierto, las estadísticas lo demuestran. Cadena perpetua, pues y a otra cosa, medida a la que, por cierto, los izquierdistas se oponen porque como he dicho el sistema está diseñado para reinsertar y no para castigar. Pero ¿y si el reo no quiere reinsertarse en la sociedad? ¿Y si persiste en su deseo de delinquir? ¿Y si no se arrepiente de los crímenes cometidos? Pues nada, ahí tienen ustedes a los asesinos etarras paseándose entre aplausos en aquelarres infames que llaman onguietorris, bienvenidas en vascuence. El buenismo progre siempre conduce al mal absoluto.
El monstruo detenido hoy acabará saliendo a la calle cuando la justicia así lo determine. No se pudrirá en presidio. La vida y la salud mental de la víctima vale tan solo unos años en España. Quince. Uno menos que los de esa muchacha que salió a divertirse un rato sin saber que su vida se iba a desmoronar. Pero voy más allá. Los monstruos se mueven entre nosotros, nos cruzamos con ellos, incluso podemos estar tomando café sentados en la misma barra. Monstruos con aspecto humano, abominaciones que deberían estar encerradas de por vida, mentes malignas que hacen del odio, del daño al prójimo y de su dolor el oxígeno que precisan para vivir sus existencias miserables. Ante esto, la sociedad tiene la obligación y el derecho de protegerse. Los millones de Irene Montero estarían mejor empleados en contratar más policías y más jueces. El feminismo no son las chochocharlas, el feminismo es detener a salvajes como este sujeto y meterlo en un agujero. Claro que pensar así no es políticamente correcto, pero me da igual. Si quieren justicia, que encierren al violador en una habitación con seis madres. No tengo más preguntas, señoría.
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