Opinión

Un monstruo en casa

Ya no hay sitios seguros, sólo personas capaces de rescatarte o de todo lo contrario, de empujarte hacia lo más profundo del abismo, aunque digan quererte

Era martes. Pasaban pocos minutos de las ocho de la tarde. Yo conducía por una autopista serpenteante como trazada por un artista de pulso temblón cuando comenzó a caer esa lluvia fina y ligera que no moja, pero sí molesta. No me sorprendió, quizá lo extraño hubiera sido el sol constante en este verano mojado en el norte. Activé el parabrisas y continué el trayecto observando el cielo plomizo, las montañas verdes y las luces blancas y rojas de los coches y camiones que circulaban a mi alrededor. Me permití el lujo de disfrutar de un volante al que ya raramente me pongo en esta vida de paseante que emprendí tras ser madre. La radio sonaba de fondo como el rumor lejano de las olas y aproveché la intimidad del momento para reordenar mi mundo. Absorta como estaba en mis pensamientos, apenas escuché las noticias que narraba el locutor hasta que una sucesión de sucesos -valga la redundancia- me devolvió a este otro mundo, el de verdad, aunque en ocasiones parezca de mentira.

Cómo creer que un niño de doce años que va a la escuela por la mañana en Portugal, que come en su casa -como si nada- puede regresar a clase por la tarde con un chaleco antibalas y un cuchillo en la mochila y apuñalar a seis compañeros. Cómo creer a un hombre capaz de cortarle la mano a su pareja con un machete por una presunta infidelidad y de darse a la fuga en Santa Coloma de Gramenet para entregarse después en una comisaría y decir que, en el país del que procede, “esas mujeres deberían estar muertas”. Cómo creer que tu marido con el que has compartido cinco décadas, reconocerá en un juicio -pasados los setenta años- que es un violador.

Pido perdón a mi esposa

Todo esto salía de la radio, aunque me conmocionaron especialmente esos aplausos que no pude ver, pero sí escuchar y que iban dirigidos a apoyar a Gisèle Pélicot en la salida de la vista en la que su esposo había reconocido haberla drogado y haber permitido que hasta cincuenta hombres la violaran durante más de diez años. “Soy un violador como todos los demás en esta sala (…) Pido perdón a mi esposa, a mis hijos, a mis nietos que acepten mis disculpas. Lamento lo que hice. Les pido perdón, incluso si no es perdonable”.

Me conmocionaron especialmente esos aplausos que no pude ver, pero sí escuchar y que iban dirigidos a apoyar a Gisèle Pélicot en la salida de la vista en la que su esposo había reconocido haberla drogado y haber permitido que hasta cincuenta hombres la violaran durante más de diez años

Hasta dónde llega el perdón, hasta dónde, me pregunté mientras continuaba mi trayecto en coche vigilada ahora por una luna llena gigante y brillante que se veía imponente entre las montañas y que iluminaba todo el cielo antes denso y gris. Durante un rato me quedé pensando en lo que había hecho ese marido, padre y abuelo reconvertido en animal grotesco y miserable. Yo me dirigía a mi casa, a ese lugar en el que nos enseñan desde bien pequeños que los monstruos no pueden entrar; que no tienen llave, ni la tendrán; que no pueden meterse en nuestra cama, aunque lo intenten de mil formas a través de las pesadillas. Me dirigía a mi refugio, mi hogar, a resguardarme del mundo, aunque según pisaba el acelerador y avanzaba por la carretera me iba cerciorando de que ya no hay sitios seguros, sólo personas capaces de rescatarte o de todo lo contrario, de empujarte hacia lo más profundo del abismo, aunque digan quererte. En ese agujero oscuro ha permanecido mucho tiempo sumergida esta mujer, Gisèle, símbolo ya de la lucha contra la violencia sexual y que todavía, esta semana, en una de las sesiones del juicio que se sigue en Francia contra su marido tenía casi que excusarse por tanto sufrimiento ignorado: “Dicen que soy cómplice del señor Pélicot (…) ¿En qué momento un hombre decide por su esposa? (…) ¡Tengo la sensación de que la culpable soy yo y que los cincuenta de detrás son las víctimas!”. Porque, aunque nos empeñemos en creer que las cosas han cambiado, hay muchas que siguen igual o hasta peor.

Para las valientes que luchan

Ese martes, llegué al fin a casa tras una hora de viaje. Saqué las llaves, las introduje en la cerradura, atravesé la puerta de entrada y respiré aliviada. Me sentía a salvo. Pero, cuántas mujeres, cuántas, al pasar el quicio de su propio hogar, olerán la amenaza y avistarán el peligro. Demasiadas. Muchas incluso, como la propia Gisèle, quizá ni siquiera sean conscientes ni lo serán jamás.

Recientemente la japonesa, Anna Sawai, hacía historia al ser la primera actriz de origen asiático en recibir el premio Emmy a mejor protagonista de serie dramática. Un galardón que quiso dedicar a su madre con un emotivo discurso: “Esto es para todas las mujeres que no esperan nada y que siguen siendo un ejemplo para todos”. Para ellas y también para las valientes que luchan contra monstruos imposibles en el silencio y la soledad que flotan tras los muros de un hogar, es también este texto.

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