Opinión

Una cultura política nefasta

Nos hemos acostumbrado a asistir a comportamientos aberrantes, mentiras sistemáticas, delitos contumaces, latrocinios escandalosos e incompetencias manifiestas

En todas las actividades y profesiones humanas existe una determinada “cultura” propia de este sector de la sociedad, es decir, un conjunto de hábitos de conducta, condicionamientos éticos, criterios sobre lo que representa una buena o mala calidad de los resultados obtenidos, mecanismos de repudio hacia aquellos de sus integrantes que no respetan los códigos establecidos, sean éstos formales o tácitos, niveles de rendimiento por debajo de los cuales el que se hunde en ellos es apartado de ese grupo y, en definitiva, unas expectativas sobre la aportación de cada determinado subconjunto social al conjunto de la ciudadanía. Este enfoque afecta por igual a médicos, arquitectos, deportistas, fabricantes de calzado, dependientes de comercio y técnicos de mantenimiento de ascensores. Si sus pacientes se mueren o se agravan, si sus edificios se caen, si pierden regularmente sus competiciones, si sus zapatos duran apenas unos días, si sus clientes son tratados con indiferencia o descortesía y no vuelven a pisar su establecimiento o los ascensores que examinan fallan inmediatamente después de su revisión, cualquiera de ellos perderá su trabajo, verá destruida su reputación y su negligencia, torpeza o desinterés tendrán graves consecuencias negativas sobre su vida a la vez que sus oportunidades de prosperar desaparecerán. Esta realidad implacable rige para cada una de las numerosas formas en que los miembros de una colectividad intentan ser útiles a los demás y así disponer de un medio de subsistencia, de un prestigio y de un respeto de sus conciudadanos.

Pues bien, el esquema anterior, enteramente aplicable a la totalidad de los que constituimos una sociedad organizada, no lo es curiosamente a los políticos o, por lo menos, a la luz de la experiencia de las últimas cuatro décadas, a los políticos españoles. Las televisiones, las radios, los periódicos y las redes sociales nos informan casi en tiempo real de las hazañas de nuestros representantes elegidos, bien funjan en el gobierno o en la oposición, y nos hemos acostumbrado a asistir a comportamientos aberrantes, mentiras sistemáticas, delitos contumaces, latrocinios escandalosos e incompetencias manifiestas que en cualquier otro ámbito de servicio a la colectividad les hubiera arrojado hace tiempo a las tinieblas del paro y del desprecio de sus compatriotas. Sorprendentemente, lejos de ser sancionados por tales fechorías, se pavonean ante las cámaras, disfrutan sus privilegios y gabelas y eluden cualquier responsabilidad sobre los efectos deletéreos de sus manifiestos errores e inmoralidades. Por supuesto, hay honrosas excepciones en este desolador panorama y no todos los partidos alcanzan las mismas cotas de ignominia, pero si atendemos a la llamada “clase política” como especie, el paisaje es descorazonador.

Un partido que impulsa leyes destinadas a dividir a los españoles y liquidar la admirable obra de la Transición, que se coaliga con una excrecencia resentida que pretende abolir la propiedad privada

Deslicemos la mirada sobre el PSOE de Sánchez. ¿Qué pensar de una formación política que expresa su sentido pésame desde la tribuna parlamentaria por la muerte de un terrorista, que acepta el apoyo del brazo institucional de una organización criminal para aprobar los presupuestos u otras normas, que veta la celebración de un homenaje a las fuerzas de seguridad que combatieron a los asesinos etarras, que indulta a sediciosos que se alzaron violentamente contra el Estado de Derecho con tal de mantenerse en el poder, que impulsa leyes destinadas a dividir a los españoles y liquidar la admirable obra de la Transición, que se coaliga con una excrecencia resentida que pretende abolir la propiedad privada, suprimir las libertades democráticas e implantar un régimen totalitario de corte chavista, que permite que en una cumbre bilateral el Comendador de los Creyentes ponga la bandera de España boca abajo humillándonos a conciencia, que tolera que en las Comunidades gobernadas por separatistas se vulneren los derechos lingüísticos de los ciudadanos en contra de sentencias firmes de los tribunales, que legisla para que menores de edad puedan abortar sin conocimiento de sus padres, que elabora una ley de educación en la que la Historia queda despojada de la cronología y los alumnos pueden pasar de curso sin haber aprobado las asignaturas y que nombra Fiscal General a una sectaria indeseable? Estos son ejemplos elegidos al azar porque la lista de fechorías de igual o superior calibre sería interminable.

Mantienen, a pesar de dos mayorías absolutas en el Congreso, el mismo inicuo apaño de reparto de los órganos constitucionales y reguladores que el PSOE urdió en 1985

Volvamos ahora nuestra atención al Partido Popular. ¿Cuál puede ser nuestra opinión sobre unas siglas que cuando suceden en el Gobierno a la izquierda no se atreven a derogar ni una de las leyes ideológicamente corrosivas de sus predecesores en La Moncloa, que aceptan los atropellos de los nacionalistas a los catalanes y a los vascos que desean seguir siendo españoles, que no reducen el desmesurado gasto “político” que nos arruina, que prescinden de la mejor portavoz parlamentaria que pudieran soñar, que se entregan a celos pueriles entre sí hasta casi liquidar su partido, que ante el peor ataque terrorista que ha sufrido nuestro país intentan capitalizarlo electoralmente en vez de convocar a todo el arco parlamentario para hacer frente a la cobarde agresión, que mantienen a pesar de dos mayorías absolutas en el Congreso el mismo inicuo apaño de reparto de los órganos constitucionales y reguladores que el PSOE urdió en 1985 y que se empeñan en decir que un modelo territorial disfuncional, ineficiente y estimulador del secesionismo ha sido un gran éxito? También aquí el memorial de agravios podría alargarse considerablemente.

Escucho ya el argumento ad hominem que me recuerda que yo milité en el PP veintiséis años y que soy corresponsable de muchas de las cosas que denuncio, pero la verdad es que nunca tuve funciones ejecutivas ni gestioné un presupuesto porque todos mis puestos fueron de carácter legislativo, además de que jamás dejé de escribir y decir lo que pensaba, que es exactamente lo mismo que escribo, digo y pienso ahora. Por otra parte, el deterioro de nuestra arquitectura institucional y legal, así como el descenso de la preparación y solidez ética de nuestra clase política se han ido acelerando hasta alcanzar el desastre actual, cuando ya nos acercamos peligrosamente a la quiebra de la Hacienda común y a la fragmentación de la Nación en republiquillas inventadas en manos de fanáticos ignorantes y codiciosos.

Sólo nos resta esperar que las próximas elecciones generales nos liberen del Calígula que hoy nos avergüenza y nos desgobierna y que los que le reemplacen sean conscientes de la necesidad de una agenda de reformas estructurales profundas que nos coloquen en la senda de la recuperación económica, de la cohesión nacional, de la regeneración moral y del saneamiento de nuestras instituciones.

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