Han pasado ya seis años pero el recuerdo de aquellos días de pesadilla siguen en nuestra memoria, troquelados a fuego, como si hubieran ocurrido ayer. La sensación de incredulidad por la deriva política sin frenos, el agotamiento por las manifestaciones independentistas continuas, las principales vías cortadas a diario que nos impedían seguir con al menos un simulacro de vida normal y las miradas aviesas de los que se sentían fuertes y nos observaban con violencia contenida desde la fortaleza que el grupo da siempre al cobarde. Si alzabas la vista al cielo para intentar huir, al menos por un momento, de la hostilidad manifiesta, las esteladas seguían amenazándonos desde arriba, colgando de los mismos balcones desde los que cada noche, sin faltar una sola, las estridentes caceroladas nos recordaban que no éramos aceptados, que nos fuéramos, que no éramos verdaderos catalanes.
Comprobamos que la reacción no vendría del lejano gobierno de Madrid sino de nosotros mismos, y empezaron a surgir las primeras voces heroicas que nos abrieron paso a todos los demás
Un día tras otro y cada día peor que el anterior. No había posible exilio interior, la excepcionalidad de la situación era tal que en las reuniones de amigos alguien tenía siempre activo el chat del tsunami democràtic para saber por dónde la estaban montando los CDR y encontrar una vía segura de vuelta a casa. Los medios de comunicación que nos ignoraban, las redes sociales que rezumaban cólera, imposible abstraerse del odio desatado: tuvimos que salir de chats de amigos repentinamente hostiles, irnos antes de tensas reuniones familiares, sufrir el sinsentido de un suicidio general en directo en el otoño benigno de una ciudad maravillosa.
Después de las cuarenta y ocho horas de desesperante soledad que vivimos entre el referéndum del 1 de octubre y el histórico discurso del Rey de la noche del 3 al que tanto debemos, empezamos a ver, o a querer ver, una luz al final del túnel. Comprobamos que la reacción no vendría del lejano gobierno de Madrid sino de nosotros mismos, y empezaron a surgir las primeras voces heroicas que nos abrieron paso a todos los demás. Jaume Vives desde su balcón, armado con un megáfono y su sentido del humor amargándole las caceroladas a sus vecinos; los chicos de Artós saliendo a la calle a las bravas; una convocatoria de SCC para una manifestación el 8 de octubre que empezó a correr por los teléfonos sin saber cuántos superarían el miedo y acudirían.
Un millón de personas que salieron a manifestarse sin orden ni concierto, sin coreografías ni ayudas municipales, sorprendidas al darse cuenta de que no estaban solas
Para mí, y aquí les cuento una anécdota personal, el momento clave se produjo cuando un gran amigo me llamó para decirme que en el bazar de su calle habían empezado a poner banderas españolas en el escaparate. Algo estaba pasando cuando los listísimos comerciantes orientales percibían, desde su distancia emocional, que el viento estaba cambiando y la venta de la enseña nacional, que había brillado por su ausencia en sus comercios, iba a ser negocio. Yo compré la mía en un bazar similar y escribí sobre ella, con un rotulador, la fecha en la que iba a salir por primera vez a la calle: 8 de octubre de 2017. Lo que pasó ese día forma parte de la mejor historia de España. Un millón de personas que salieron a manifestarse sin orden ni concierto, sin coreografías ni ayudas municipales, sorprendidas al darse cuenta de que no estaban solas. Con la bandera prohibida colgando orgullosamente del bolso o de la espalda, los ciudadanos se saludaban como si se conocieran, unidos por la voluntad común de defender la libertad. Ese día lo cambió todo.
Hoy, seis años después, es hora de añadir una nueva fecha a mi a vieja bandera. Otro 8 de octubre en el que la defensa de España vuelve a depender exclusivamente de nosotros, frente a un gobierno hostil y traidor. Echaremos de menos a muchos que ya no podrán estar con nosotros, pero daremos la bienvenida a los jóvenes que se incorporan y a todos los que decidan unirse por primera vez al mejor activismo político. Nos sonreiremos y nos reconoceremos en el momento en que más necesitamos sentir la fuerza que solo se obtiene de la unidad, porque nos esperan tragos muy amargos que solo podremos afrontar juntos. Hará sol, y Barcelona estará, como siempre, preciosa. Y solo el que venga podrá sentir la emoción inefable que se siente al escuchar el himno nacional de pie y rodeado de amigos en el Paseo de Gracia o en la Plaza de Cataluña. Quén lo vivió lo sabe. No se lo pierda, no se ponga excusas, está a tiempo. Venga: le necesitamos, le esperamos.
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