Hoy viernes se estrena en HBO una serie de cuatro capítulos, dirigida por David Trueba y Jordi Ferrerons (que no Farrerons, qué susto) que se titula Sofía y la vida real. Naturalmente, la protagonista es la reina madre, Sofía de Grecia. No es la primera vez que, en un documental de este tipo sobre la familia real, los impulsores del asunto demuestran una conmovedora previsibilidad y falta de ingenio a la hora del título. La vida real. Podríais haberle dedicado un cuarto de hora más a pensarlo, chicos.
Tampoco es la primera vez que, en este tipo de trabajos, los impulsores, creadores, propulsores o como se les quiera llamar cuentan las cosas según su personal opinión sobre el biografiado o sobre la institución que encarna. Este defecto, en España, parece casi insoslayable. No tenemos aquí a la BBC, que es capaz de generar decenas de documentales sobre los Windsor sin que se note en absoluto cuál es la opinión de los creadores del programa sobre Isabel II, Carlos III o incluso sobre el chisgarabís de Harry, que eso es mucho más difícil. O sobre la propia monarquía.
El tono crítico (de alguna manera hay que llamarlo) no llega tan lejos como llegó en la serie Los Borbones, de Ana Pastor y Aitor Gabilondo, que entraba en la categoría de panfleto.
Aquí no es así. Las querencias personales de Trueba et alii sobre Sofía y su familia, y desde luego sobre la Corona como institución, quedan claras desde el minuto uno hasta el último. No hay siquiera voluntad de disimularlas. Hay que admitir que el tono crítico (de alguna manera hay que llamarlo) no llega tan lejos como llegó en la serie Los Borbones, de Ana Pastor y Aitor Gabilondo, que entraba en la categoría de panfleto. Pero va en la misma dirección. Trueba no es Peter Morgan (creador de dos obras maestras, la película The Queen y la serie The Crown) y, a mi modo de ver, no pretende serlo. Es como si tuviese miedo de que los colegas, al ver los cuatro capítulos, le llamasen para decirle: “Oye, David, que no has sido lo suficientemente republicano. ¿Qué ha pasado con aquello de ‘los Borbones a los tiburones’?”.
Deduzco que Trueba pretende que su serie sea un éxito y que la vea mucha gente, como es natural. Sin duda de esa voluntad proceden las declaraciones promocionales que ha estado haciendo sobre la reina Sofía, del tipo “no se la puede desvincular de los errores de Juan Carlos” (¿cómo que no?), “muchos lameculos del Rey son ahora sus mayores críticos” y otras parecidas. A Peter Morgan, Alan Byron o Nicola Seare jamás se les habría ocurrido decir cosas así sobre los Windsor. Ellos sabían que su trabajo debe defenderse por sí mismo, por su calidad y su objetividad, no por declaraciones altisonantes en los medios, antes del estreno.
El resultado es que se da de doña Sofía una imagen extraña: fría, distante, muy conservadora y hasta despectiva. Se dice varias veces que solamente se la vio llorar en público una vez: cuando murió don Juan de Borbón, padre del Rey.
El Teatro Real pudo hundirse aquel día con la fuerza de los aplausos. Y la Reina salió disparada desde el palco hasta los camerinos
Pues eso no es verdad. Yo vi a la Reina llorar. Fue el 18 de noviembre de 1980, en el Teatro Real de Madrid. El maravilloso Coro Universitario de Oviedo daba –dábamos– un concierto allí. Dirigía el inmenso Luis Gutiérrez Arias. Estaba la Reina; no el Rey, que con la música seria se ha aburrido siempre muchísimo. El teatro estaba lleno de asturianos, como sin duda era de esperar. El concierto, basado en la polifonía española del Renacimiento y en obras de Haydn y Brahms, concluyó con varias propinas. La última fue una sorpresa personal: el coral nº 72 de la Pasión según San Mateo, de Bach: el célebre Wenn ich einmal soll scheiden, que parte el alma. Era la obra favorita de doña Sofía, lo sabíamos. Y Luis Gutiérrez, nuestro gran Guti, hizo algo que no olvidaremos nunca. Empezó a extender las manos desde debajo de la barbilla, poco a poco, muy despacio, hasta concluir con los brazos en cruz. Nos dirigió con los ojos, con las cejas, con la sonrisa; no con las manos. Cortó el sonido, en la última nota, dejando caer la cabeza hacia abajo. Era un Cristo de espaldas al público.
El Teatro Real pudo hundirse aquel día con la fuerza de los aplausos. Y la Reina salió disparada desde el palco hasta los camerinos, donde nosotros nos estábamos cambiando de ropa. Le dio igual. Empezó a dar besos y abrazos a todo el que pillaba, con los ojos llenos de lágrimas, y a decirnos a todos “gracias, gracias”, como una chiquilla emocionada. Así que no es cierto que la Reina haya llorado solo una vez. No es de piedra ni mucho menos.
Se le achaca que tiene pocos amigos. Ah, muy bien: a su marido se le ha acusado siempre de todo lo contrario, de tener demasiados y muy poco recomendables. Se la critica por “estirada” (aunque no lo es en absoluto); a Juan Carlos se le ha motejado siempre, despectivamente, de “campechano”. Se le afea que no muestre sus sentimientos en público; no es verdad, pero es que precisamente eso fue lo que hizo de Isabel II una jefa de Estado indiscutida y una leyenda inmensamente respetada.
La Reina asumió que no tenía un marido sino un pendón, idéntico a su abuelo y a su bisabuelo, y en menor medida también a su padre; y que su vida no iba a ser una “vida real”
Desde que pilló a su marido con una señora en la cama, en una cacería de Toledo (Sofía se llevó allí con ella a sus hijos, para darle una sorpresa a papá; desde luego lo consiguió), la Reina asumió que no tenía un marido sino un pendón, idéntico a su abuelo y a su bisabuelo, y en menor medida también a su padre; y que su vida no iba a ser una “vida real”, como dice Trueba, sino un trabajo dificilísimo, extenuante, que consistía en mantener a salvo a la Corona de las malandanzas y tropelías del otro. Lo ha hecho impecablemente. Siempre.
¿Conservadora? ¿Próxima al Opus Dei? ¿Contraria al matrimonio igualitario y al aborto? Bien, eso es lo que dice Pilar Urbano que le dijo ella. La vieja periodista sabe muy bien cómo tirar de la lengua a alguien y cómo cambiar levemente una frase para que parezca que el entrevistado dijo lo que ella, Urbano, quería que dijese. Porque la que es ultraconservadora, del Opus y contraria al matrimonio gay y al aborto es ella, Pilar Urbano. Las opiniones de doña Sofía sobre todo eso las sabe muy poca gente, si es que las sabe alguien. Y, la verdad sea dicha, importan muy poco. Por eso no las ha expresado jamás. Lo que contaba era la Corona. Y ahí no hay un pero que ponerle a esta mujer.
Se trataba de un elogio inmenso, porque él no lo era tanto ni mucho menos. Ahora se pretende hacer pasar aquella frase como un desprecio. No fue así.
Es fama que doña Sofía encontró un dulce amor otoñal en Londres, donde pasa muchísimo tiempo. Si es verdad, yo me alegro mucho por ella. A nadie se le puede exigir que viva sin amor. Sus antepasadas en el trono fueron mucho más desdichadas. A María Cristina de Habsburgo Lorena le llamaban doña Virtudes porque se empeñó en ignorar los constantes puteríos de su marido, Alfonso XII. Victoria Eugenia de Battenberg se casó con otro mujeriego irresponsable, Alfonso XIII, que además padecía una halitosis terrorífica; en cuanto cayó la monarquía en 1931, la reina le dijo una frase preparada seguramente durante años: “No quiero ver tu fea cara nunca más”, y se refugió primero en Londres y luego en Suiza. Sola. María de las Mercedes de Borbón aguantó como pudo aquel temporal que tenía por marido, don Juan; le costó muchísimo superar la muerte accidental de su hijo pequeño, Alfonso, y acabó siendo la que ponía paz entre su marido y su hijo, Juan Carlos, cosa a veces muy difícil. Pero tampoco ella buscó fuera lo que ya no tenía en casa. Por eso digo que me alegro de que Sofía haya encontrado (si es que lo ha hecho, que no lo sé) alguien que al menos le tome de la mano para ver pasar el tiempo. Se lo lleva mereciendo toda la vida.
¿Lo mejor de la serie sobre la Reina? Sin duda, algunos testimonios. Me quedo con los de José Manuel García-Margallo y con los del viejo Anson, por este orden. Saben de lo que hablan. Estaban allí. No todos pueden decir lo mismo.
¿Lo peor? El sesgo deliberadamente despectivo hacia la protagonista. Y la manipulación de algunas frases célebres, por lo menos en las declaraciones previas al estreno. Cuando a Juan Carlos, hace años, le pidieron que definiese a su esposa, este dijo: “Es una gran, gran profesional”. Se trataba de un elogio inmenso, porque él no lo era tanto ni mucho menos. Ahora se pretende hacer pasar aquella frase como un desprecio. No fue así.
En fin. Decepcionante la serie, aunque no irritante como la de Ana Pastor. Tendremos que seguir esperando que en España surja algo tan profesional y ecuánime como la BBC. Me temo que tendremos que esperar muchísimo.
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