Opinión

Una historia de terror y periodistas

No dejaron que la ideología les impidiera ver lo que tenían delante y cambiaron de opinión a la luz de los hechos

El pasado 30 de octubre, en un acto que contó con la presencia del embajador de Ucrania en el Reino Unido, se descubría una placa en el cementerio galés de Barry en memoria de Gareth Jones. La placa recuerda que Jones fue uno de los primeros periodistas que dio la voz de alarma sobre el Holodomor, la gran hambruna que asoló la Ucrania soviética entre 1932 y 1933. Detrás hay una historia que merecería mayor atención.

Aunque menos conocido que el Holocausto, que se ha convertido en epítome del mal, el Holodomor no le anda a la zaga en crueldad y sufrimiento. Porque no se trató de una carestía de alimentos provocada por una racha de malas cosechas o causas naturales, ni siquiera por la incompetencia con la que se llevó a cabo la colectivización del campo en la Unión Soviética, expropiando por la fuerza tierras y animales, sino que fue una política planeada de exterminio por inanición dirigida contra la población por parte del régimen de Stalin, que se cebó sobre todo en Ucrania, Kazajistán y el norte del Cáucaso. Eso significa la palabra ucraniana que le da nombre: matar por hambre.

Las autoridades ucranianas han luchado desde la independencia por que se reconozca la hambruna de los años treinta como un verdadero genocidio. El propio Raphael Lemkin, que fue quien acuño el término y luchó incansablemente para que fuera reconocido como delito en el derecho internacional, así lo contempló en un discurso de 1953 donde habló del ‘genocidio soviético en Ucrania’. Sin entrar en la discusión semántica, de lo que no cabe duda es de la terrible escala del sufrimiento humano infligido.

Se requisó 'manu militari' todo el grano disponible para llevarlo a otras partes o destinarlo a la exportación con objeto de financiar los planes de industrialización, sin importar que eso dejara a la población sin alimento. Cuando la hambruna hizo sentir sus efectos, sembrando de cadáveres campos y aldeas, el gobierno soviético endureció aún más su política de requisa de alimentos con brigadas que iban casa por casa y ejecuciones sumarias; estableció además un sistema de controles y pasaportes internos para impedir que la gente huyera de las áreas afectadas, condenándolas a la desesperación y a una muerte segura. Para cruel ironía, en el más fértil granero de Europa.

Un cálculo más probable da unos cuatro millones de muertos solo en Ucrania. Hay quien ha dicho que fue el peor crimen de Stalin

Historiadores y demógrafos han discutido a lo largo de los años sobre las cifras de muertos por la hambruna. Dado que el régimen de Stalin ocultó cuidadosamente los hechos y las estadísticas oficiales no son fiables, hemos de contentarnos con estimaciones. Algunos políticos ucranianos han llegado a hablar de más de diez millones de muertos, lo que es exagerado para los estudiosos. Un cálculo más probable da unos cuatro millones de muertos solo en Ucrania. Hay quien ha dicho que fue el peor crimen de Stalin, lo que no es poco tratándose de un asesino de masas como el georgiano, con un extenso currículum donde elegir.

Pero no tendríamos que olvidar que ésta es también una historia de periodistas, no sé si aleccionadora. Para las autoridades soviéticas y la prensa oficial la hambruna nunca existió. Cualquier información al respecto fue ocultada y reprimida con el mayor celo. Según cuenta Arthur Koestler, que visitó Járkov por aquellas fechas, no se oía una palabra sobre la mortandad que asolaba aldeas enteras, o las epidemias que acompañaban a la desnutrición: ‘el inmenso territorio estaba cubierto por un manto de silencio’. Lo que producía en sus palabras una ‘sensación onírica de irrealidad’, pues la prensa y los portavoces oficiales parecían estar hablando de otro país.

En tales circunstancias la prensa internacional podía jugar un papel importante, si el grupo de corresponsales extranjeros establecido en Moscú hubiera estado dispuesto. Algunos de ellos simpatizaban con el régimen, pero todos sin excepción vivían bajo la espada de Damocles de ser expulsados del país o que se les negara el visado de entrada, perdiendo el empleo, si sus crónicas disgustaban a las autoridades comunistas. Durante años se habían acostumbrado a negociar con los funcionarios soviéticos los términos que utilizaban en ellas y sabían perfectamente que mencionar la hambruna era imperdonable. Ante el dilema de ‘contar o no contar’, como dijo alguno, optaron por lo segundo, pero sabían lo que estaba ocurriendo.

Por entonces estaba en la cima de su prestigio: considerado la voz más autorizada en asuntos soviéticos, acababa de ser premiado ese mismo año con el Pulitzer por sus reportajes sobre el primer plan quinquenal

El más famoso de todos ellos no tenía empacho en reconocerlo en privado, como hizo en conversación con un diplomático británico a finales de 1932, donde avanzo incluso el cálculo de diez millones de muertos por inanición. Walter Duranty era el hombre del New York Times en Moscú, desde donde había cubierto las noticias del nuevo régimen desde sus inicios. Por entonces estaba en la cima de su prestigio: considerado la voz más autorizada en asuntos soviéticos, acababa de ser premiado ese mismo año con el Pulitzer por sus reportajes sobre el primer plan quinquenal. La nota del premio alaba sus crónicas por su ‘erudición, profundidad, imparcialidad, buen juicio y excepcional claridad’. Hoy sabemos que reflejaban la línea oficial del régimen, gracias a cuyos favores llevaba una gran vida en Moscú.

Dos jóvenes recién llegados, Malcolm Muggeridge y Gareth Jones, fueron quienes se atrevieron a investigar sobre el terreno qué había de cierto en los rumores, viajando a las zonas afectadas a pesar de estar estrictamente prohibido. Muggeridge lo hizo en febrero de 1933 y quedó horrorizado por lo que vio: la gente se moría de hambre, pero era una hambruna organizada por las autoridades de la forma más despiadada, aterrorizando a su propia población. Así lo explicó en la crónica que envió al Manchester Guardian por valija diplomática para eludir la censura: ‘Estoy convencido de que este es uno de los crímenes más monstruosos de la historia, tan terrible que difícilmente se podrá creer en el futuro que haya sucedido’. Pero no hubo que esperar al futuro. Las crónicas de Muggeridge aparecieron además sin firmar, como notas de un observador anónimo, lo que les restaba credibilidad.

Sabiendo ruso, pudo recoger el testimonio de los campesinos: "Estamos esperando la muerte", le dijeron en una casa, "aún nos queda forraje, pero en el sur no tienen nada. Hay muchas casas vacías por la gente muerta"

Jones era un freelance, ‘un hombrecillo serio y meticuloso’, siempre tomando notas en su cuaderno, según lo recuerdan otros periodistas, que ya había visto los desastres de la colectivización en una anterior visita. Con el pretexto de visitar una fábrica de tractores, se bajó del tren y llegó caminando a Ucrania, donde recorrió una veintena de pueblos y granjas colectivas, viendo los efectos devastadores del hambre. Sabiendo ruso, pudo recoger el testimonio de los campesinos: "Estamos esperando la muerte", le dijeron en una casa, "aún nos queda forraje, pero en el sur no tienen nada. Hay muchas casas vacías por la gente muerta". A su salida del país, lo contó en una rueda de prensa en Berlín el 29 de marzo y en una serie de artículos que fue publicando con su nombre. ‘Good-Bye, Russia’ se titulaba uno de ellos, donde describe lo visto como ‘un auténtico programa de terror’.

Sus testimonios fueron mal acogidos y descalificados como propaganda anticomunista. ‘Invectiva histérica’, llegó a decir Beatrice Webb del de Muggeridge. En Moscú causó alarma, pues se negociaba entonces el reconocimiento diplomático de la Unión Soviética por los Estados Unidos, que se produciría en noviembre de ese año. En uno de los episodios más bochornosos en los anales del periodismo, Oumansky, el responsable de la Oficina de prensa soviética, reunió a los corresponsales veteranos para ver el modo de desacreditar las informaciones del ‘maldito Jones’; tras lo cual pidieron vodka y canapés, según contó unos de ellos, en una fiesta que se prolongó hasta la madrugada. Duranty fue de lo más diligente y el 31 de marzo publicaba en The New York Times un astuto artículo donde empleó toda su autoridad para negar que hubiera hambruna en la URSS (‘un gran cuento de miedo’, dijo burlón), descalificando a Jones como uno de esos que deseaba el fin del régimen comunista.

Lo gracioso del caso es que ninguno era anticomunista. Muggeridge viajó con su familia pensando en convertirse en ciudadano soviético y Jones admiraba el idealismo de los bolcheviques hasta que, como dejó escrito, fue a Rusia. No dejaron, sin embargo, que la ideología les impidiera ver lo que tenían delante y cambiaron de opinión a la luz de los hechos. Tuvieron además el coraje intelectual para descubrir y contar la verdad a pesar de los muchos riesgos. Es justo que se los recuerde por ello. Muggeridge tuvo dificultades después (‘no pude encontrar empleo’). Y Jones fue asesinado dos años después, antes de cumplir los treinta, por unos bandidos en China; siempre hubo sospechas de que la NKVD de Stalin estuviera detrás del asesinato.

En cuanto a Duranty, aún le quedaban días de gloria por delante. No fue exactamente un bribón ni un ‘compañero de viaje’, sino un cínico al que no le importaban los juicios morales sobre el bien y el mal, según confesó. Seguramente por ello ilustra, en negativo, el valor epistémico de las virtudes morales, sin las que no hay autoridad ni labor profesional que valga. De ahí los intentos, hasta ahora fracasados, por retirarle el Pulitzer.

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