Opinión

Unabomber, el cartero del terror

La vida carcelaria en ADX Florence supermax -la célebre prisión de máxima seguridad de Colorado- no deja mucho tiempo (o espacio) para el ocio. Literalmente; los reclusos deben pasar 23 de las 24 horas que tiene el día en

La vida carcelaria en ADX Florence supermax -la célebre prisión de máxima seguridad de Colorado- no deja mucho tiempo (o espacio) para el ocio. Literalmente; los reclusos deben pasar 23 de las 24 horas que tiene el día en confinamiento solitario, y durante los sesenta minutos restantes son escoltados al patio, donde permanecen dentro de jaulas indivuales de poco más de tres metros por cinco y medio.

El terrorista Ted Kaczynski, más conocido como “el Unabomber” por motivos que pronto entenderemos, tenía, al menos, la posibilidad de comunicarse a gritos con personajes más bien interesantes con los que compartía condena. Dentro del llamado “corredor de los bombarderos”, trabó amistad con Timothy McVeigh -el “diablo de Oklahoma”, que en nombre del supremacismo blanco derribó un edificio federal de nueve plantas en 1995- y con Ramzi Yousef, que había tratado de demoler las Torres Gemelas en 1993 con una furgoneta bomba, y cuyo tío, Khalid Sheikh Mohammed, volvería a intentarlo en el 2001 con mucho más éxito tras convencer a Osama bin Laden de que se sumara a sus planes.

En una ocasión, hizo estallar dos ventanas de la clase de química con una de sus pócimas explosivas, y tenía cierta propensión a hacer saltar por los aires los cubos de basura del barrio

No es que Ted Kaczynski estuviera particularmente necesitado de compañía. Había pasado ya un par de décadas recluido, al modo de un eremita solitario, en una cabaña perdida en medio del bosque, cazando algún conejo que otro (y dándole las gracias al dios de los conejos), cortando leña y meditando en tranquila soledad; actividades distendidas y edificantes que combinaba ocasionalmente con el envío de paquetes-bomba.

Ted había sido un niño poco problemático criado en el seno de una familia amable y bienintencionada, aunque pronto empezó a apuntar maneras, haciendo alarde de una inteligencia afilada y un gusto por la pirotecnia que le resultarían útiles en un futuro. En una ocasión, hizo estallar dos ventanas de la clase de química con una de sus pócimas explosivas, y tenía cierta propensión a hacer saltar por los aires los cubos de basura del barrio. Poseía un cerebro privilegiado para las matemáticas -sus trabajos aún pueden encontrarse en las webs académicas más prestigiosas-, y era, al mismo tiempo, un niño reservado y estudioso, más bien poco sociable.

No ayudó a esto el hecho de que aceptara formar parte de los infames experimentos del doctor Henry Murray cuando accedió a la Universidad de Harvard de manera prematura. Murray, que había trabajado para la Inteligencia americana durante la guerra, realizó estos ejercicios psicológicos de 1959 a 1962 que consistían en interrogatorios para medir las reacciones de un ser humano ante la humillación y la ansiedad extremas. Los sujetos, por su parte, desconocían el objetivo de las pruebas y creían que se limitaban a discusiones en las que expondrían sus valores vitales; cosa que no era más que un modo de conocer sus valores y creencias para poder atacarlos mejor. Pasado el tiempo, Ted afirmaría que continuó presentándose al experimento para demostrar que “no le podían romper.” Su nombre en clave como sujeto experimental era lawful, “legal”, toda una ironía teniendo en cuenta su posterior trayectoria como terrorista.

Las pesquisas recibieron el nombre de “Unabomb”, por University and Airline Bomber (“bombardero de universidades y aerolíneas”), y los medios y el público pronto transformaron aquel acrónimo en temible sustantivo: el “Unabomber.”

En 1971, Ted rompió con la civilización y se refugió en una cabaña lejana. Su familia comenzó a recibir cartas cargadas de rencor y agresividad. Su padre se encogía de hombros: “Tu hermano sabe lo que se hace”, le decía a su otro hijo, David. Una nueva jugarreta del azar que, en medio de aquel beatus Ille, aquel oasis de apacible vegetación, pronto aparecieran los brazos mecánicos de la civilización, camiones y excavadoras, para convertir los bosques de los aledaños en pistas de asfalto. Ted veneraba a la Naturaleza -el único lugar donde se sentía cómodo- y decidió devolverle el golpe a la tecnología. Fue el último ludita de nuestro tiempo, y mezcló, como tantos terroristas, los ideales más elevados con los métodos más descarnados.

La diferencia con otros terroristas radicaba en que Ted era extremadamente inteligente: construía sus bombas con piezas de madera (imposibles de rastrear), las firmaba con las iniciales “F.C.” (Freedom Club, “club de la libertad”, como si de toda una organización se tratara) y espaciaba los atentados en el tiempo sin prisa; un goteo de ubicuo terror postal que duró 17 años y dio comienzo con un paquete bomba enviado en mayo de 1978 a la Universidad Northwestern, en Evanston, donde hirió al agente de la policía del campus que se atrevió a abrirlo.

Un año después, otro artefacto se activó en la bodega de un avión de American Airlines, aunque no logró estallar. Dado que tratar de derribar aviones en vuelo entra dentro de la categoría de delito federal, el FBI y la ATF se personaron en la investigación. Las pesquisas recibieron el nombre de “Unabomb”, por University and Airline Bomber (“bombardero de universidades y aerolíneas”), y los medios y el público pronto transformaron aquel acrónimo en temible sustantivo: el “Unabomber.”

Había, en palabras de Shakespeare, un “método en su locura.” Todos los objetivos estaban relacionados con los ordenadores, la aviación y la universidad. Mientras tanto, el mundo cambiaba; y también lo hacía el mundo del terrorismo norteamericano, pasando de los grupos de ultraizquierda setentera a los lobos solitarios de la ultraderecha de los noventa. Pero si había algo que se mantenía constante, esto era el desarrollo de la tecnología, y también la acción de su máximo enemigo, el Unabomber. Paradójicamente, no hubo fisura alguna en su estrategia -para desesperación del FBI, que había puesto en marcha la investigación que más dinero le había costado hasta entonces-, salvo una: su propia palabra.

Elementos de la extrema izquierda y la extrema derecha lo jalearon como un héroe, y una tropilla algo extravagante de anarcoecologistas trató de presentar su candidatura a las elecciones de 1996

En 1995, diez años después de que la campaña del Unabomber produjera sus primeras víctimas mortales, el terrorista contactó con el Washington Post y el New York Times, y les ofreció publicar su manifiesto a cambio de moderar el ritmo de sus atentados. Las autoridades temían que esto produjera copycats, imitadores, pero no tenían muchas pistas de las que tirar y acabaron por acceder. Fueron 35.000 palabras dedicadas a condenar los avances tecnológicos del siglo como origen de todos los males económicos, políticos y sociales. Y entre ellas, una serie de expresiones coloquiales que Ted pronunciaba a su manera (“no puedes tener una tarta y comértela al mismo tiempo”) que, para su desgracia, fueron identificadas por la mujer de su hermano David. Este hubo de llamar al FBI y denunciar a su propio hermano. Fue el momento estelar de la identificación lingüística de sospechosos, que hasta entonces no gozaba de gran prestigio dentro de la agencia.

David le puso una condición al FBI: que su hermano no recibiera la pena de muerte. Ted, problemático como siempre, no pareció muy dispuesto a colaborar. Trató de ahorcarse antes del juicio y se negó a declararse esquizofrénico paranoide. Elementos de la extrema izquierda y la extrema derecha lo jalearon como un héroe, y una tropilla algo extravagante de anarcoecologistas trató de presentar su candidatura a las elecciones de 1996. Su elefantiásico manifiesto, no obstante, no logró generar escuela, y se hicieron no pocas bromas a su costa: “¿Sabes que el FBI ha arrestado al Unabomber? Tuvieron que actuar rápidamente: iba a volver a publicar.”

Ahora, tantos años después y aquejado de un cáncer terminal a sus 81 años, volvió a tratar de suicidarse; y esta vez tuvo éxito. De principio a final, Ted Kaczynski había buscado el anonimato en su vida, pero acabó cabalgando durante medio siglo a golpe de titular.

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