España, con la Constitución de 1978 (CE), se constituye en estado unitario y, a la vez, descentralizado, mediante la “autonomía de nacionalidades y regiones” con una notable desconcentración de competencias a las 17 autonomías creadas. La orientación que ha ido tomado esta estructura organizativa, con la perspectiva de los últimos 40 años, muestra a las claras la imprecisión del modelo que ha sido aprovechado por el oportunismo político y la ambición de poder, tanto por las oligarquías territoriales, especialmente por los nacionalismos vasco y catalán, como por el PSOE y PP, que han utilizado las autonomías para colocar a una pléyade de cuadros directivos y militantes de los partidos en los cargos públicos creados con el efecto perverso de patrimonializar el poder público.
El diseño político inicial entre unidad y división, genérico y sin límites, aprobado por los españoles en referéndum el 6 de diciembre de 1978, ha tenido un desarrollo carente de visión global, por parte de PSOE y PP cuando han gobernado la Nación, anteponiendo el interés partidario al general de los españoles; y, por parte de los nacionalistas, para afianzar regímenes identitarios antiespañoles que han sido alimentados por la recurrente cesión de competencias estatales a los partidos nacionalistas, como moneda de cambio para obtener mayorías parlamentarias en el Congreso de Diputados cuando no disponían de ellas, anteponiendo así el sectarismo político al interés general de España.
En este largo periodo de tiempo, tanto el PSOE como el PP, han preferido desarticular el Estado cediendo competencias que modificar la ley electoral para que los partidos de ámbito regional no fueran decisivos en la estructura de poder del Congreso de Diputados.
En la estructura del poder público español se han antepuesto los intereses políticos, muchas veces espurios, por encima de la racionalidad funcional
Puede afirmarse, pues, que en la estructura del poder público español, resultante entre el Estado y las autonomías, se han antepuesto los intereses políticos, muchas veces espurios, por encima de la racionalidad y la eficacia funcional. En resumen: tenemos un problema grave con soluciones difíciles porque han de fundarse en acuerdos políticos, por lo que se mantiene por inercia una estructura central y territorial escasamente eficaz, con duplicidades y altos costes, frecuentes litigios, deslealtades e, incluso, con pronunciamientos e intentonas de ruptura del orden constitucional.
Es una necesidad acuciante con perspectiva de futuro reordenar con criterios pragmáticos la relación entre centralización y descentralización territorial de España de municipios y autonomías. Dentro del orden constitucional sólo cabe un modelo con dos factores constitutivos:
1.- La unidad y sus atributos insoslayables: la “igualdad” de los ciudadanos en todo el territorio nacional (art. 14) y la “soberanía indivisible” (art.2). El carácter unitario de España como sujeto histórico constituido, cuyos ciudadanos son únicamente de nacionalidad española, excluye los modelos confederales y los federales porque se confederan o federan sujetos políticos diferenciados, pero no es nuestro caso. Tampoco es pertinente por inconstitucional el tratamiento asimétrico de determinadas autonomías en detrimento de otras como de hecho ya sucede agrandando la brecha diferencial entre los ciudadanos de unas regiones en comparación con otras que afecta a derechos individuales, renta media, infraestructuras, servicios públicos, etc.
2.- La descentralización solidaria que adopta la atípica denominación de “autonomía” (art. 2) y la creación artificial de 17 autonomías, con el agravante de atribución tácita a estas de competencias no atribuidas expresamente al Estado (art. 149.3), y la puerta abierta a la transferencia de competencias y medios financieros del Estado a las autonomías que ha sido y sigue siendo utilizada como presión, especialmente por los nacionalismos periféricos, para que PSOE y PP pudieran tener mayorías parlamentarias en el Congreso de los Diputados (art. 150.2). Esta forma de proceder, mantenida en el tiempo, lesiona el carácter de la Nación española: mantenemos un Estado y 17 estaditos, algunos de los cuales con pretensiones de convertir España en un Estado residual.
Fractura de derechos
Ya desde el principio de vigencia de la actual Constitución se intentó armonizar la relación entre el Estado y las Autonomías con arreglo al artículo 150.3 de la CE, mediante la Ley de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA, 1982), pactada entre PSOE y UCD, pero fue recurrida ante el Tribunal Constitucional (TC) por los nacionalistas vascos y catalanes. La Sentencia del TC (1983) anuló los temas nucleares de esta ley dando la razón a los nacionalistas, vaciando así de contenido efectivo la capacidad armonizadora del Estado: negó el carácter orgánico y armonizador de la ley, declarando inconstitucionales 14 de los 38 artículos de la Ley.
Con los restos de naufragio se elaboró la Ley 12/1983, del proceso autonómico caracterizada por el voluntarismo (recabar información de las CCAA, velar por la observancia de la normativa estatal, requerir...), la burocracia (reuniones de coordinación, conferencias sectoriales...), y la legislación estatal (procedimiento administrativo común, control económico, reglas de contabilidad, transferencias...), pero la integridad de sus contenidos se eluden, distorsionan e incluso se subvierten por la legislación y de desarrollo reglamentario de determinadas autónomas.
Las consecuencias hasta el presente son notorias: decantación hacia la división territorial, que sigue abierta ahondando la fragmentación, en detrimento de la unidad de la Nación. La decisión del TC ha tenido el efecto de romper el equilibrio estructural entre unidad y división territorial con una argumentación idealista y puntillosa, pero carente de visión de conjunto, especialmente de los fundamentos jurídicos 2 y 3 de la sentencia.
Es una necesidad acuciante reordenar con criterios pragmáticos la relación entre centralización y descentralización territorial de España de municipios y autonomías
La experiencia habida en los últimos 40 años debería servirnos para revisar el cuadro competencial entre el Estado, los municipios y las autonomías según criterios de pragmatismo y sostenibilidad a medio y largo plazo, porque se ha desnaturalizado el genérico e impreciso modelo inicial entre unidad y descentralización solidaria. Conviene recordar que la Nación española en su conjunto es el sujeto –político, histórico y ciudadano– que se constituye y crea el derecho a la autonomía territorial, no a la inversa, es decir, la fuente legítima del derecho, la política, la administración y la cultura es España, no la de sus territorios divididos. Pero, por el contrario, son los poderes territoriales los que se afianzan y avanzan a costa de la unidad.
La fractura de derechos de los españoles ya es un hecho lesivo en el tratamiento de la lengua española en autonomías con otra lengua cooficial; en el acceso con igualdad a puestos de trabajo de la administración pública con trabas lingüísticas y culturales; en la unidad de los servicios públicos fundamentales: seguridad, justicia, educación y sanidad; en el tratamiento plural e imparcial de la información y comunicación, etc. Los hechos han dado la razón justa al abogado del Estado en su defensa de la LOAPA ante el TC al relacionar su carácter orgánico con los derechos constitucionales que en la práctica actual están siendo lesionados y postergados.
Así las cosas, sólo queda la vía de la reforma constitucional de los artículos de la organización territorial del Estado (Título VIII). Los partidos políticos comprometidos con España y la Constitución deben unir fuerzas, más allá de las luchas partidistas, para hacer posible este cambio para el futuro de la Nación y el ejercicio pleno de la soberanía de los ciudadanos en todo el territorio nacional.
El abordaje eficaz de este cambio requiere, en primer lugar, modificar la Ley electoral para que los representantes en las Cortes Generales pertenezcan únicamente a partidos políticos de ámbito nacional y establecer una proporción mínima de votos para obtener representación pública no inferior al 3% del total.
Con unas cámaras así constituidas, proceder a modificar las competencias constitucionales entre el Estado y las autonomías a través de la vía de reforma establecida en el artículo 167 de la CE, con una mayoría de 3/5 de cada una de las cámaras.
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