De todos los cargos políticos en España, no hay ninguno más denostado y bañado de infamia que el de concejal de urbanismo. Los excesos de la burbuja y barbaridades asociadas a ella hicieron que las concejalías de urbanismo se convirtieran en sinónimo de pelotazos y especulación a gran escala. Basta ver la lista de imputados por corrupción de los últimos años para darse cuenta de que esta no es una impresión del todo irreal.
Es una lástima, porque las decisiones sobre urbanismo son extraordinariamente importantes. Las medidas tomadas por autoridades locales sobre ordenamiento urbano no sólo tienen un impacto directo, real y concreto sobre la ciudad o pueblo donde gobiernan, a menudo permaneciendo literalmente petrificadas durante décadas o incluso siglos, sino que además tienen la capacidad de definir cómo vivimos y quién se beneficia del crecimiento económico mucho más que cualquier programa social.
Pongamos, por ejemplo, un lugar como Pozuelo, en las afuera de Madrid, o Sant Cugat, en las afueras de Barcelona. Ambos municipios son suburbios pudientes de la capital, bien conectados por carretera y transporte público con el centro. Ambos tienen colegios excelentes, calles limpias y seguras, y buenos equipamientos. Son lugares excelentes para vivir, así que hay mucha gente que quiere vivir en estos lugares. Eso quiere decir que el precio de la vivienda es, inevitablemente, muy elevado.
Basta pasearse por esos municipios, sin embargo, para darse cuenta de que los responsables de urbanismo tienen muy claro que no quieren que entre más gente. Alrededor de la estación de Cercanías de Pozuelo (o de la FGC en Sant Cugat) abundan las casas unifamiliares en parcelas grandes, con una densidad de población comparativamente muy baja. Tenemos unos terrenos extraordinariamente valiosos, suelo urbanizable justo al lado de una infraestructura de transporte de alta capacidad, siendo agresivamente infrautilizado por unos pocos.
La paradoja del urbanismo es siempre la misma: allá donde la densidad es más deseable, más fuerte será la oposición a ésta"
En condiciones normales, o en un mundo sin demasiada regulación urbanística estúpida, los terrenos alrededor de una estación de cercanías en un municipio donde hay mucha demanda de vivienda tenderían acumular densidad. Hay mucha gente que quiere vivir en Pozuelo y poder coger el tren hasta el centro, así que sería enormemente rentable construir un edificio de pisos de lujo a dos calles de la estación para permitir que más gente pudiera hacerlo. Cuando en un pueblo, barrio o ciudad los precios de la vivienda aumentan porque hay mayor demanda, lo que veríamos sería un aumento de la oferta.
Esto, sin embargo, no sucede. La gente que vive en Pozuelo a dos calles de la estación en un chalé con piscina no quiere saber nada de pisos de lujo o densidad. Es más, cuando alguien proponga construir algo así a menos de 500 metros de distancia de su casa, lo más probable es que proteste encolerizado, quejándose del tráfico, colegios hacinados, pérdida del carácter bucólico del municipio, el ruido, los pisos turísticos y el ruido, llamando sin parar al sufrido concejal de urbanismo.
La paradoja del urbanismo es siempre la siguiente: allá donde la densidad es más deseable, más fuerte será la oposición a esta. Para el vecino de Pozuelo o San Cugat (o Chamberí, Pedralbes, Eixample Esquerra, Salamanca…) que es propietario de una vivienda en una zona de alta demanda, restringir la oferta es algo que les favorece. Obviamente es mejor para el área metropolitana de Barcelona o Madrid construir más casas allá donde hay demanda para bajar los precios. Sin embargo, para quien ahora mismo tiene una casa en una de esas zonas, el que la vivienda sea cara significa que su casa vale más dinero, y así que se opondrá a cualquier cambio urbanístico que haga la vivienda más barata en su barrio o ciudad. No importa si son de izquierdas o derechas; los intereses directos, parecen casi inevitablemente primar sobre la ideología en estos casos.
¿Qué puede hacer un responsable de urbanismo entonces si quiere imponer una política urbanística más racional? La primera es la más sencilla, pero también la más suicida políticamente: eliminar tantas regulaciones urbanísticas como sea humanamente posible. Los municipios, en general, actúan bajo la impresión de que sus concejales de urbanismo son las personas más capacitadas para decidir cómo utilizar el recurso más valioso (y escaso, en muchos casos) de la economía local, el uso del suelo. El problema es que estas decisiones no son técnicas, sino políticas, como cuando los ricos de Pozuelo protestan la construcción de más casas. Quitar la autoridad a los políticos sobre urbanismos muy probablemente traerá aparejados usos más racionales del suelo, ya que los promotores seguramente tendrán más idea sobre qué vale la pena construir.
Hay que aumentar los impuestos del suelo, no de los edificios que es algo en el fondo bastante irrelevante"
El segundo modelo es una variación de este sistema: crear reglas automáticas sobre usos del suelo cerca de infraestructuras de transporte. Esta propuesta de ley en California es un buen ejemplo de este sistema. La idea es que, en un radio de 400 metros de una parada de tren, tranvía, metro o línea de autobús de alta frecuencia, sea legal construir edificios de viviendas de hasta 25 metros de altura (siete plantas), sin obligación legal de incluir plazas de aparcamiento. Una infraestructura como una línea de cercanías es más útil y barata de operar cuanta más gente la utilice, así que la mejor manera de hacerlo es permitiendo que la gente viva cerca de ella. Prohibir que los NIMBYs (not in my backyard, la gente que siempre se opone a todo) protesten, hace las cosas más fáciles.
El tercer modelo es gravar el suelo con impuestos, no los edificios. El suelo edificable en zona urbana es un recurso extraordinariamente escaso y a menudo imposiblemente valioso. Por desgracia, hay gente que se dedica a utilizarlo en chalés al lado de cercanías, algo que es bastante irritante. Lo que podemos hacer es clavar un impuesto no al edificio, que es algo en el fondo bastante irrelevante, sino al terruño donde está situado y su valor real de mercado contando alta edificabilidad. Dicho en otras palabras, el IBI de un chalé sería exactamente el mismo que el de un edificio de siete plantas, porque sólo estaríamos gravando el suelo. Esto generaría un poderoso incentivo para intentar maximizar el rendimiento de los terrenos, en vez de permitir que unos pocos se beneficien de su uso y revalorización.
Los impuestos sobre el suelo, además, tienen la enorme ventaja que son básicamente imposibles de evadir (buena suerte escondiendo un solar en Suiza), y, además, si impuestos a nivel regional, son enormemente progresivos.
Sea como sea, la decisión de permitir construir, y qué se construye, es importante. En los Pozuelos, Alellas y demás municipios ricos ahí fuera las restricciones a la edificabilidad lo único que hacen es aumentar el precio de la vivienda, segregar a los ricos en zonas caras y hacer que los propietarios en esas zonas vean como sus propiedades suben de precio sin tener que hacer nada. El urbanismo no es sólo cosa de hacer placitas bonitas, rotondas con monumentos extraños y arreglar farolas; sino que tiene un componente distributivo importante.
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