Lo peor del borrador de la ley sobre libertad sexual, presentado por Irene Montero para su aprobación por las Cortes, no es que en muchos aspectos sea más un pasquín que un texto con la consistencia jurídica exigible a un proyecto de esta envergadura. Tampoco que sus autoras no hayan considerado siquiera aconsejable buscar una mínima base de consenso con otras fuerzas políticas y organizaciones sociales. Lo peor es que el desmesurado sesgo ideológico, la mediocridad técnica y el espíritu afrentoso con el discrepante que rezuman muchos párrafos de la futura ley, y favorecen de tal manera la caricaturización del problema que, en lugar de ayudar a promover una mayor conciencia social acerca del mismo, le hacen un flaco favor al feminismo, sin adjetivos, en general, y a la mujer en particular.
En una conferencia titulada “Grandezas y miserias de la política”, pronunciada el 21 de abril de 1934 en Bilbao, Manuel Azaña apuntó que la gran tragedia de la política es la dificultad, ya entonces a menudo infranqueable, para “acertar a designar los más aptos, los más dignos, los más capaces”. En el texto de Montero hay algo de eso, de incapacidad, por más que el consorte trate de desviar la atención sobre tales deficiencias con una de sus frases habituales, mitad redondas mitad insultantes: “En las excusas técnicas hay mucho machista frustrado”. Pero también, para ser precisos, hay bastantes dosis de precipitación.
Iglesias habla de unidad en el Gobierno, sin tener en cuenta que esta es incompatible con la práctica de la política de hechos consumados
Y es que lo más urgente no es proteger a las mujeres, sino defender el fuerte. La flaqueza jurídica de la iniciativa, la ineptitud de sus autores, están sin duda relacionadas con las prisas de los dirigentes de Podemos por marcar territorio, por arrebatar al PSOE espacios de gestión antes de convertirse en la más obvia constatación actual del melancólico aserto azañista y ratificar la vacuidad de las responsabilidades que les han sido asignadas. Se equivoca Carmen Calvo si cree que van a soltar la presa. Muy al contrario: ahí es donde se harán fuertes, el territorio desde el que marcarán distancias con el feminismo “blandengue” del PSOE y movilizarán cuando más convenga a esa militancia mayoritariamente antisocialista.
“Mi trabajo es defender la unidad del Gobierno y las discrepancias se resuelven a puerta cerrada”, ha repetido con inusual insistencia, como si intuyera un cierto grado de escepticismo en sus interlocutores, Pablo Iglesias. Falso; o al menos no del todo cierto. La unidad del Gobierno, de este y de cualquiera, se defiende a partir de la previa discusión de los proyectos legislativos, más aún de aquellos de presumible gran impacto social, a partir de la renuncia a la política de hechos consumados.
Ciertamente, Iglesias está en su derecho de exigir justa correspondencia en el trato, la lealtad que se supone han de practicar los componentes del, jurídica y políticamente, más relevante órgano colegiado del país. Y esa será su coartada para decir una cosa (búsqueda de la unidad) y, cuando llegue el momento de marcar distancias, hacer la contraria. Porque, digan lo que digan, en este Gobierno nadie se fía de nadie, aunque la sensación es que a Podemos se le perdona casi todo, hasta sus elocuentes rectificaciones, y es el partido hegemónico del Ejecutivo, el PSOE, el que más tiene que perder.
El mayor valor de la Transición consistió en que, durante muchos siglos, ha sido casi el único hecho histórico que nos ha hecho mejores
Desde luego, la primera señal que sobre sus intenciones deja en la mesa del Consejo de Ministros la facción podemista, debería preocupar muy seriamente a la cúpula socialista. ¿Van a hacer suya Pedro Sánchez y Carmen Calvo la bandera de este feminismo paternalista que quiere convertir el Derecho Penal en una herramienta de hostigamiento a la mitad de la población? ¿Van a aceptar que el Ius puniendi, la facultad sancionadora del Estado, sea utilizado desde el poder como instrumento de reeducación? ¿Van a permitir que, como alerta Guadalupe Sánchez en “Populismo punitivo” (Deusto), se “criminalice a un colectivo por reunir una cualidad que ni siquiera pueden elegir, que es la de ser varón”?
Esto no va solo de libertad sexual. Va de libertad; sin apellidos. De recortes de libertad, para ser más exactos. Del llamado “Derecho de autor” o lo que en la Italia de los años 70 del siglo pasado se conoció como el “uso alternativo del Derecho”, esto es, la acomodación de las leyes a determinados principios ideológicos y la adaptación de las mismas a las necesidades e intereses de las clases “subalternas”, en teórica contraposición a las de la clase “dominante”.
Esto no va de sanear la democracia, sino de desandar lo andado. El mayor valor de la Transición consistió en que, durante muchos siglos, ha sido el casi exclusivo hecho histórico que nos ha hecho mejores; el único pacto social que dejó atrás las dramáticas consecuencias que en la vida y convivencia de los españoles tuvo la Guerra Civil. Hoy, Azaña, si nos pudiera observar con calma, volvería a utilizar términos de parecida dureza a aquellos del 31: ineptos, incapaces e indignos los empeñados en revertir la única conquista en la que hemos participado casi al unísono. Para Podemos, el anuncio de que la Transición ha muerto es un objetivo vinculado a su propia supervivencia. Y el problema del PSOE es que, antes o después, tendrá que decidir de qué lado está.
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