En mayo de 2020, la vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo, notificaba la elaboración de un “plan b” que garantizara a las autoridades el respaldo legal suficiente para afrontar cualquier eventual empeoramiento de la pandemia en sus respectivos territorios una vez declinado el estado de alarma. El plan, se dijo entonces, se basaría en la puesta al día de las leyes, largo tiempo desactualizadas, que deben permitir la limitación parcial de derechos fundamentales en situaciones de emergencia sin recurrir al más alto estadio de excepcionalidad.
Con este anuncio, Calvo corregía al presidente del Gobierno, quien solo unos días antes había advertido en el Congreso de los Diputados, con esa impostada soberbia que le caracteriza, que la única alternativa al estado de alarma era su prórroga, que no había ningún “plan b” ni lo iba a haber. Desde entonces, a lo que hemos asistido es a una interminable cadena de rectificaciones que poca o ninguna relación han guardado con la evolución de la pandemia y sí con la coyuntura política.
De este modo, transcurrido un año largo desde que la covid-19 irrumpiera inesperada y trágicamente en nuestras vidas, la única conclusión irrefutable es que quien dijo la verdad no fue Calvo, sino Pedro Sánchez. En efecto, no había “plan b”: la única alternativa al estado de alarma era el caos. La ausencia de un marco jurídico estable -proyectado de acuerdo con la información acumulada y la opinión de los expertos, negociado con los agentes políticos y previamente contrastado con las instituciones consultivas y judiciales-, es un hecho cuya gravedad supera con mucho la inacción irresponsable para entrar de lleno en el terreno colindante de la negligencia.
La actitud escapista del Gobierno pone de relieve la clara intención de transferir a otros actores políticos e institucionales la responsabilidad y el consiguiente desgaste provocado por la adopción de medidas impopulares
Más allá de la lógica discrepancia técnica en un asunto de innegable complejidad sobre el que apenas hay precedentes jurídicos, lo que la actitud escapista del Gobierno pone de relieve es la clara intención de transferir a otros actores políticos e institucionales la responsabilidad y el consiguiente desgaste provocado por la adopción de medidas impopulares, justo cuando más visibles se hacen en la opinión pública y en el tejido económico las consecuencias del desfondamiento social y de la tremenda crisis que aún sufrimos.
Como ha explicado en este periódico Guadalupe Sánchez con su habitual lucidez, es inconcebible que los equipos jurídicos de Moncloa no hayan dibujado en todo este tiempo “las reformas legales necesarias para dotar a la gestión de la pandemia de seguridad jurídica una vez decayese el estado de alarma”. Pero podría ser aún peor. Podría ser que habiendo cumplido los funcionarios de Presidencia con sus obligaciones, alguien encaramado en el mastodóntico organigrama partidista de Moncloa, siguiendo órdenes de arriba, hubiera decidido archivar sus recomendaciones por razones de estricta oportunidad política.
El intento de eludir el propio deber, involucrando a los órganos jurisdiccionales, y en última instancia al Tribunal Supremo, en decisiones que solo debieran concernir a los poderes Legislativo y Ejecutivo, da cuenta de la última operación de camuflaje y socialización del fracaso de un Gobierno ya claramente incapaz (e incapacitado) para liderar la salida de la crisis y el ambicioso proyecto de recuperación que reclama el país.
Un año y dos meses después de que los españoles iniciáramos uno de los confinamientos más duros de los conocidos en Occidente, justamente cuando la campaña de vacunación parece abrir una pequeña compuerta de leve esperanza en el futuro, la respuesta del poder político es el caos, la inseguridad jurídica y el vacío de liderazgo. El panorama es sangrante. La imagen de España, lamentable. Y el impacto de tanta desidia en vidas y haciendas, incalculable. No es solo incompetencia. Es mucho peor.
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