El goteo de malas noticias acerca de la pandemia no cesa. Recibimos informaciones constantes de las cifras al alza de contagios y hospitalizaciones por la covid-19. Los informes epidemiológicos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) alertan de la extensión de la nueva variante ómicron, más contagiosa que la delta y que se ha detectado en cerca de sesenta países. No puede sorprendernos que distintos gobiernos estén aprobando nuevas medidas restrictivas a fin de contener los contagios, incluyendo confinamientos, pasaportes o la vuelta al teletrabajo, que se suman a las precauciones habituales como llevar mascarilla en espacios cerrados.
Como pronto hará dos años del comienzo de la epidemia, se comprende que haya cansancio en la opinión pública ante la perspectiva de que las restricciones se endurezcan. Todo lo fiábamos al descubrimiento de una vacuna contra la covid-19, conseguida la cual se controlaría la pandemia y se irían retirando las medidas excepcionales para volver a la vida de antes. No bastaba con descubrirla, claro está, sino que había que producirla y distribuirla a gran escala, lo que ha supuesto un notable esfuerzo logístico por parte de laboratorios y gobiernos. Hace falta además que haya un número suficientemente alto de personas dispuestas a vacunarse. Como la decisión de vacunarse no sólo afecta a quien se vacuna, sino también a quienes le rodean y al conjunto de la población, aquí surgen cuestiones éticas importantes acerca de las políticas de vacunación y el comportamiento de las personas.
Uno de los asuntos que más controversia suscita es la obligación de vacunarse. ¿Debería ser obligatoria la vacuna? Por lo que sabemos, países como Indonesia o Tayikistán han decretado la vacunación obligatoria de toda la población, bajo pena de multa o denegación de asistencia social a quien incumpla. En Alemania y Austria, donde las cifras de vacunación son comparativamente bajas, se anuncia un cambio en la legislación para que la vacunación de adultos sea obligatoria en febrero. Hasta ahora lo habitual ha sido que dicha obligación se limite a determinados segmentos de la población, como el personal sanitario, empleados públicos o quienes trabajan en ciertas actividades del sector privado. Algunos países europeos, como Francia o Italia, están llevando a cabo tales medidas con especial rigor, suspendiendo de empleo a todo aquel trabajador que no se haya vacunado. Ha habido un buen número de protestas por ese motivo.
Aun teniendo buenas razones para pensar que todos deberíamos vacunarnos, de ahí no se sigue que haya que imponer tal obligación con la fuerza de la ley
La pregunta por la obligación es ambigua en realidad, pues habría que aclarar si nos referimos al deber moral de vacunarse (si es lo que razonablemente cada uno debería hacer) o bien a que se imponga como obligación legal, acompañada de las correspondientes sanciones. La discusión se centra en esta última por razones evidentes, puesto que representaría una injerencia en la libertad de las personas; además está el arraigado prejuicio según el cual, a falta de sanciones efectivas, no hay verdadera obligación. Convendría con todo deslindar ambas cuestiones, pues aun teniendo buenas razones para pensar que todos deberíamos vacunarnos, de ahí no se sigue que haya que imponer tal obligación con la fuerza de la ley. Las razones a favor de lo primero no prejuzgan necesariamente la respuesta a lo segundo, pues hay deberes morales que sería indeseable ver sancionados por los poderes públicos. Veamos si es el caso aquí.
En aras de la discusión, asumamos que se dan las siguientes condiciones: primero, que la vacuna es efectiva, lo que no significa que ofrezca una inmunidad total o que dure para siempre; segundo, que protege contra una enfermedad altamente contagiosa, con graves consecuencias para la salud, como el coronavirus; tercero, que la vacuna presenta una baja incidencia relativa de efectos adversos; y, por último, que hay evidencia suficiente y fuentes epistémicamente fiables que avalan las tres condiciones anteriores, todo lo cual es conocido por el público.
Dejando a un lado si uno tiene buenas razones para no exponerse imprudentemente a riesgos, pocos negarán que no tenemos derecho a exponer a los demás a serios daños
De cumplirse estas condiciones, como entiendo que es el caso, hay pocas dudas acerca de lo que cada uno de nosotros debería hacer. La vacuna no sólo proporciona un medio efectivo para protegerse a uno mismo contra los efectos perjudiciales, potencialmente mortales, del SARS-CoV-2, sino que sirve para prevenir el daño que podemos causar a otros, reduciendo el riesgo de contagio. Dejando a un lado si uno tiene buenas razones para no exponerse imprudentemente a riesgos, pocos negarán que no tenemos derecho a exponer a los demás a serios daños; en cuanto esté a nuestro alcance sin que suponga un gran sacrificio, no sólo es aconsejable, sino obligado prevenir tales daños a otros, o aminorar al menos la probabilidad de provocarlos.
En cuanto a convertirlo en obligación legal, ¿no habría que hacer caso a John Stuart Mill cuando explicó que en una sociedad libre cada cual es ‘el guardián de su propia salud, física o moral’, sin que las autoridades tengan que entrometerse en el modo en que vivimos nuestra vida? Por supuesto, siempre que se recuerde la tesis principal de su libro, el célebre harm principle, según la cual el único fin por el que los poderes públicos pueden restringir legítimamente la libertad de la personas es para impedir que dañen a otros. No conozco a ningún liberal que rechace tal principio, descartándolo como fundamento razonable para limitar la libertad. Si se fijan, Mill habla de ‘su propia salud’, pues lo que rechaza como buen liberal es que el Estado se inmiscuya de manera paternalista en nuestra vida por nuestro bien. Así sucedería por ejemplo con la vacuna contra el tétanos, donde el mal sólo afecta a quien lo sufre. Cuando se trata de reducir la propagación de una enfermedad contagiosa, no es sólo la salud de uno lo que está en juego.
Los cuantiosos costes humanos y económicos de la pandemia ponen de relieve la importancia de alcanzar la inmunidad de grupo mediante los programas de vacunación
Quien haya leído Sobre la libertad, lo que no siempre es el caso entre los que lo citan, verá que nuestro campeón del liberalismo no se queda ahí. Pues sostiene también que entre las obligaciones exigibles está que cada uno asuma su parte correspondiente ‘en los trabajos y sacrificios necesarios’ para proteger a la sociedad o a sus miembros contra graves daños. La aplicación a nuestro caso es directa, pues los cuantiosos costes humanos y económicos de la pandemia ponen de relieve la importancia de alcanzar la inmunidad de grupo mediante los programas de vacunación. Como se ha repetido, esa inmunidad comunitaria presenta todas las características de un bien público, porque depende de la colaboración de un gran número de personas y todos nos beneficiamos con independencia de si hemos contribuido o no a producirlo. Razones de equidad podrían alegarse en consecuencia, al entender que quien no se vacuna se comporta como un free rider o gorrón, beneficiándose de que lo hagan los demás, sin colaborar por su parte.
¿Defiendo entonces que la vacunación contra el coronavirus sea legalmente obligatoria? En absoluto, las conclusiones son más modestas. En las políticas de vacunación ha de regir siempre el principio, ampliamente aceptado en bioética, de buscar la alternativa menos intrusiva o restrictiva en materia de derechos y libertades. Cuál sea la política de vacunación más conveniente dependerá de la apreciación de circunstancias contingentes, como la tasa de contagio o cuán efectiva sea la vacuna impidiendo la transmisión entre los que están vacunados, algo que no conocemos bien con las nuevas variantes del coronavirus. En España, además, con un altísimo porcentaje de la población vacunada, en torno al 80%, no parece aconsejable y hasta podría resultar contraproducente la imposición. Lo que me limito a señalar es que no hay razones de principio para que un liberal se oponga siempre y en todo caso a la vacunación obligatoria contra enfermedades de cierta gravedad y altamente contagiosas en nombre de la soberanía individual.
De ahí las cuatro condiciones que señalaba al principio como marco de la discusión. Pues quienes se oponen a la vacunas no discrepan acerca de las razones morales invocadas, como la prevención del daño a otros, sino que niegan que se den varias o todas de esas condiciones. Ese es el fondo de la discusión a mi parecer, que va menos de ética que de hechos y consideraciones epistémicas. Sin duda, en el fenómeno de la resistencia a las vacunas (vaccine hesitancy) convergen motivaciones diversas, como el simple temor a los efectos adversos. Pero no faltan quienes ponen en cuestión la propia existencia del virus o alertan de la confabulación de gobiernos y empresas farmacéuticas para ocultarnos la realidad. Que se amparen para ello bajo la bandera del liberalismo resulta cuando menos sorprendente, aunque cosas más raras hemos visto.
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