En un rincón de esa complicada sala de baile que es el mundo existe lo que venimos en llamar creadores de opinión. Y hay para todos los gustos. Véanse a aquellos que se niegan a salir a bailar porque no es de su acomodo hacerlo al compás que le marca una orquesta que no sea la que les han dicho que debe gustarles. Corrección política en la danza, señores, gritan censurando a los libérrimos. Suelen dárselas de terribles, de estar por encima de cualquier música. Que no se engañe nadie: no saben bailar y, patosos por naturaleza, temen pisotear a su pareja, cuando no tropezar con sus prejuicios y darse de bruces con el siempre durísimo suelo de la realidad. A su lado están los que, sentados en posición ofrecida, coquetean con sus palabras como si fuesen abanicos, abriéndolos o cerrándolos, dándose golpecitos con ellos en el pecho, llevándoselos a sus orejas o dándole disimulados ósculos a ver si alguien importante los saca a bailar y les convida al foyer. No son menos importantes los que solo bailan con un tipo de danzantes, negándose a hacerlo con los demás. Son, por así decirlo, de baile exclusivo siempre y cuando el director de orquesta no cambie y mute de repertorio. Porque, expertos en danzones, especialmente los más veteranos, saben deslizarse por el lustroso suelo de manera segura y firme suene lo que suene.
Luego están, y ahí es a lo que vamos, los equidistantes, los funambulistas de la palabra, los que intentan disimular al amparo de requiebros, figuras recortadas, pliés innecesarios o developeés cansinos, total, para seguir con el mismo pas à deux que han llevado toda la vida. Son los que se cubren con una máscara veneciana de probidad fumista, de una humildad que jamás conocieron y de una imparcialidad que nunca les interesó, porque saben muy bien de qué mano comen y quien ha de sacarles a bailar, aunque sea para arrimarse como si no hubiese un mañana, y con quien han de mostrarse censores, irritados y desdeñosos. Con ese no bailo, todavía hay clases, dicen, mientras su acompañante de siempre les mete mano por debajo del polisón ideológico. Perdieron hace tanto tiempo su virginidad intelectual que ahora no sabrían distinguir una marcha militar de un lied, una aria de ópera de Paquito El Chocolatero. Suelen ser como los parvenues en los conciertos de Año Nuevo de Viena, que miran siempre al de al lado a ver si toca aplaudir o no. Total, que más da. Lo importante es bailar con quien mejor te lleve y acabar siendo la reina del baile.
Me riñen por mi baile salvaje, frenético, sin mayor intención que la de reír, criticar, divertirme y dar mi versión de ese baile decimonónico en el que han convertido el periodismo esos pisaverdes de la corrección política
Ah, equidistantes periodistas, funámbulos de la palabra a tanto la línea, equilibristas del elogio y la infamia hacia vuestros señoritos y sus adversarios, podéis bailar y bailar, pero nunca sabréis en qué consiste el placer de dejarse llevar por las notas y desplazarse por los salones de la vida con el alma alegre, la mirada despejada y el corazón en su sitio. Veo, encuentro y soporto a muchos de estos émulos de Pinito del Oro a diario. Me riñen por mi baile salvaje, frenético, sin mayor intención que la de reír, criticar, divertirme y dar mi versión de ese baile decimonónico en el que han convertido el periodismo esos pisaverdes de la corrección política. Me llaman radical, exagerado, inconsciente, voluble e incluso mal bailarían. De esas flores recojo cada día no pocas en mi jardín. Es cierto, soy mal bailarín, soy radical, soy inconsciente y soy lo que ustedes quieran, oh, queridos bailarines equidistantes. Incluso diré que soy tonto, porque cediendo en tres o cuatro cosas podría ser como ustedes y ganarme la vida bailando, eso sí, al son del que manda. A lo mejor por eso me sacan tan poco a bailar los que dirigen el baile. No se fían de que los deje plantados en medio del salón, para escarnio del resto de bailarines. Y hacen bien.
Pero me gusta bailar a mi manera, sin más equidistancia que la precisa para no tropezar con mi conciencia ni pisar mi verdad. Por eso cuando los veo a ellos, los equidistantes, bailar con afectado gesto el rigodón oficial, me río a carcajadas. Su perfección no es otra que la emanada del aburrimiento del burócrata de partido. Servidor no está ya para esas componendas. Nunca lo estuve. Por eso hay tanto bailarín profesional que me mira mal. Lo entiendo. Ha de ser terrible bailar contando los pasos, un dos tres, un dos tres, un dos tres, atento a quien te coge férreamente y no te suelta, mientras ves a un pobre insignificante que, como servidor, baila solo, a placer y sin otra aspiración que fundirse con la música de las cosas, de las gentes, de la vida, de la calle, que es donde reside la honesta verdad de Dios, y no en salas de prensa oficiales, despachos ministeriales o ventanillas de cobro inconfesables. Lo digo: mejor bailar solo y poco que mucho, pero mal acompañado.
Equidistantes, bailaréis hasta la extenuación, no lo pongo en duda pero, a fe mía, ¡qué aburridos se os ve!
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