Cuando escribo esto, el virus ha matado en España a un número de personas difícil de precisar, porque unos cuentan los muertos de una manera y otros los cuentan de otra. En esa espantosa contabilidad no resulta fácil establecer de qué se mueren los ancianos en sus residencias, de qué se muere la gente que vivía sola en su casa y de pronto deja de coger el teléfono o de bajar la basura o de poner la tele, por qué razón decenas de ciudadanos se quitan la vida cada día en España. Es probable que la cifra de muertos ronde ya los 30.000. Pero eso, en realidad, no lo sabe nadie.
Hay algo que, sin embargo, sí está claro. Me atrevo a suponer que todos y cada uno de ustedes conocían a alguien que se ha ido en este mes y medio terrorífico que nos ha tocado vivir. Quiero decir con esto que los muertos no son solamente datos en una estadística. Son personas con cara reconocible, nombre y apellidos. Son gente a la que queríamos. En muchos casos, muchísimos, son familiares o amigos. A mí, por ejemplo, se me han ido dos, y muy queridos: Pepe Martínez de Velasco, el periodista que levantó la manta de silencio que ocultaba la asquerosa podredumbre de los Legionarios de Cristo, y Jose Mari Calleja, una de las voces más claras y valientes contra la mafia vasca que se hizo llamar ETA.
Pero hay otros seres humanos esenciales, imprescindibles, que se han ido en estos días, aunque no se los haya llevado el puto virus. Eso da igual porque la devastación personal es la misma. A uno de ellos tuve el privilegio de entrevistarle dos veces y de compartir con él un encuentro casual disparatado, hilarante, imposible de olvidar. Fue hace varios años. La entrada de El Corte Inglés de la calle de Preciados, en Madrid, era un hormiguero de gente apelotonada, no puedo recordar ahora por qué. Sí recuerdo que hacía frío y que llovía. De pronto me tocaron en la espalda: “Disculpe, señor…”
No me hizo falta volverme. Reconocí la voz, el acento, de inmediato. No lo podía creer. Me volví, desde luego, con cara impasible. Era él, cómo no iba a ser él. Y me preguntó, muy educado (es que era muy educado) si yo sabía dónde se podía comprar un paraguas.
Yo no tenía ni la más remota idea de en qué lugar del hormiguero estaban los paraguas, de hecho estábamos rodeados de frascos de perfume, pero reaccioné bien: “Por supuesto, señor. Están al fondo de esta misma sala. Permítame que le acompañe”. Ahí llegó el inevitable intercambio de caballerosidades y gentilezas, no, por favor, no quiero molestarlo, no es ninguna molestia, voy a una zona próxima, pero no es necesario, no quiero interrumpirle, tan solo indíqueme si es tan amable, insisto, señor, para mí es un placer ayudarle, venga, es por aquí, oh, pero qué amable, dígame, usted es argentino, noesierto? Síii, ya descubrió el acento, claro, buen oído. Y ahí me atreví: “Puedo preguntarle su nombre?” Y él, con toda naturalidad: Sí, claro, no faltaba más, me llamo Marcos. ¿Y usted?
–Radamés.
Fue lo primero que se me pasó por la cabeza. El tipo hizo un gesto raro, como quien se traga con cierto esfuerzo una carcajada para no incomodar, y abrió mucho los ojos. Yo rematé:
–Radamés Mastropiero. Hijo de Filiberto Mastropiero, protésico dental. Mi tatarabuelo se llamaba Johann Sebastian y se hacía pasar por músico. Quizá usted haya oído hablar...
Ahí, como es natural, Marcos, Marcos Mundstock, reventó en una carcajada de las suyas, me agarró de los brazos con aquella sonrisa llena de dientecitos no muy grandes y, en medio de aquel gentío, sacó su voz de bajo y, con mucho teatro, empezó a vociferar: “Celeste Aíiidaaa, fooorma diviiina…” Es decir, el primer aria que canta Radamés (que es tenor) en la ópera Aida, de Verdi. La gente nos miraba con cierto espanto, así que nos fuimos a buscar los paraguas. Los encontramos, menos mal. Estaban cerca.
'Es usted el del paraguas'
Marcos Mundstock era un genio. Así de claro. Y tenía una memoria excelente. Un par de años después, cuando Les Luthiers volvieron a Madrid, me empeciné en entrevistarle. La gente de prensa trató de obstaculizarlo, como hacen siempre, pero yo tenía la palabra mágica: “Dígale que quiere entrevistarlo Radamés”. A la media hora me llamó él: “¡Usted es el del paraguas!”, y todo fue sobre ruedas.
Mundstock, repito, era un genio. Al gran Mastropiero se lo inventaron él y Gerardo Massana, el primero de Les Luthiers que falleció, pero eso fue hace muchísimos años: el desarrollo del personaje se debe tan solo a Mundstock con alguna ayuda (quiero creer) de los demás de la banda y desde luego de otro genio, el Negro Fontanarrosa, que proporcionaba ideas y gags a Les Luthiers en las épocas de sequía creativa. Que algunas hubo, el propio Marcos nunca lo ocultó.
Esa personalidad, esa manera de hacer, quedaba fundida y resumida en la voz profunda, elástica e inconfundible de decir las desopilantes introducciones a cada número musical
Si ustedes leen el libro Les Luthiers de la L a la S, de Daniel Samper, o se meten en cualquier a de los numerosos foros y webs que hay por ahí levantados por y para fanáticos y militantes luthieristas (y yo lo soy desde que les descubrí, hace más de cuatro décadas), comprobarán que Mundstock, ese prestidigitador del idioma, era un lado insustituible de ese polígono de luz que eran y son Les Luthiers. Sí, Mundstock, el menos músico de los que integraban la formación original. Porque todos los demás, de un modo u otro, eran el qué del grupo, pero Mundstock era el cómo. Cada uno de ellos (ay, Daniel Rabinovich) aportaba su personalidad al caldero común, pero esa personalidad, esa manera de hacer, quedaba fundida y resumida en la voz profunda, elástica e inconfundible de decir las desopilantes introducciones a cada número musical, introducciones que firmaban y asumían todos pero que en muchísimas ocasiones salían de la imaginación portentosa y del humor inconfundible de Marcos Mundstock.
Quizá Les Luthiers hagan como el trío Los Panchos, que se fue regenerando durante años con la sustitución de los miembros que se iban muriendo… hasta que se secó del todo. Yo creo que en este caso es imposible, por más voluntad y talento que le pongan los “nuevos”. No se reemplazan las caras dañadas de un diamante. Puede parecer que funciona, el público puede mantener –y mantiene– su fidelidad al nombre y al espíritu y a la trayectoria, pero cuando ya faltan tres de las caras del diamante original (Rabinovich, Carlos Núñez Cortés, que se retiró hace dos años, y ahora Marcos) es inimaginable que el resultado sea el mismo.
Muchos podrán decir, sobre un escenario oscuro y vacío, y abriendo una carpeta roja, aquello de “Yo nací en el África y por eso mi piel es negra”. Pero es imposible que nadie lo diga así, como lo decía Marcos Mundstock. Y jamás será lo mismo.
Reír, pensar, ser mejores
La tragedia que vivimos, tratando casi todos de no caer en la locura a pesar de quienes parecen empeñados en atizarla, está relativizando la importancia que se le da a la muerte, el dolor que produce, porque nadie es capaz de imaginar qué significan en realidad 30.000 muertos, como nadie es capaz de asumir qué son cinco trillones o 500 años luz. Pero, en medio de este desastre, la muerte de Marcos Mundstock es una calamidad especialmente dura, porque ese hombre, como sus compañeros, contribuyó a hacernos como somos a muchísimos millones de hispanohablantes a quienes hizo reír, pensar y ser mejores. Lo decía Borges en uno de sus últimos poemas: “ Somos los que se van (…) Eres nube, eres mar, eres olvido. / Eres también aquello que has perdido”.
Espero que, en este último viaje, al menos se haya llevado aquel paraguas.
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